jueves, 1 de junio de 2006

Antonio Álvarez Gil

Me atrevería a afirmar que entre La Habana y Miami existe una corriente de añoranza mutua que serviría de tema a un trabajo más extenso que el contenido en estas líneas. Si en la ciudad floridana se sueña continuamente con la Cuba del pasado o con la república de un hipotético futuro, en la capital cubana hay cientos de miles de personas que sueñan de un modo u otro con el Miami del presente. Muchos desearían irse a vivir allí, otros se contentarían con sus esplendentes bienes de consumo y algunos, si pudieran, querrían hacerla desaparecer de la faz de la Tierra. ¿Por qué esto? Pues por su ejemplo, por lo que Miami significa para una Cuba que en un determinado momento de su historia echó a andar por un camino incierto, por un atajo que no la ha conducido a ningún buen destino y que al cabo de casi medio siglo se revela como un simple callejón sin salida.

Tomadas en su conjunto, las dos ciudades del Estrecho de la Florida son como una nueva versión de la metáfora del pájaro y sus dos alas. Sin embargo, la distancia entre ellas parece como si aumentara con el paso del tiempo. En tanto el ala norte evoluciona vertiginosamente y se convierte cada vez más en una suerte de supra-capital de América Latina, su hermana del otro lado del Estrecho pierde día a día parte de su patrimonio humano (que es, sin duda, su más preciado activo) y languidece en la más absoluta y triste decadencia. Sobre las causas de esta diferencia se ha escrito mucho, pero me gustaría expresar algunas ideas alrededor del tema.

Aunque no creo probable que este artículo sea leído en la isla –excepto, quizás, por algún funcionario trasnochado que lo descalificará desde las primeras líneas, o incluso desde el título mismo- quiero dejar aquí algunas preguntas para la reflexión. ¿Por qué el pueblo que antes del 59 fue capaz de construir una de las capitales más hermosas del continente americano vive actualmente en una ciudad que se derrumba? ¿Por qué una parte de ese mismo pueblo ha sabido contribuir de manera tan activa a la edificación de otra gran urbe en la orilla de enfrente? ¿Por qué Miami es rica, limpia y rutilante y La Habana oscura, sucia y pobre? ¿Por qué hay fotos actuales de la otrora resplandeciente villa que parecen tomadas en alguna localidad del tercer mundo después de un conflicto bélico? ¿Por qué hay tantos edificios carcomidos, tantas casas ruinosas y tantas calles destruidas? ¿Por qué los fotógrafos y documentalistas de Europa promueven esas ruinas como el más auténtico folclor de la Cuba de hoy? ¿Por qué el pueblo de la isla malvive en un estado cercano a la indigencia mientras sus hermanos de un poco más al norte disfrutan en su gran mayoría de un innegable clima de bienestar económico? ¿Qué sucede en Cuba, qué pasa con el pueblo cubano? La misma gente, el mismo pueblo, una parte viviendo y construyendo en libertad, la otra rodeada de miseria. ¿Alguna respuesta que no exima de culpa a la administración de la isla ni condene al gobierno de un país extranjero?

Comparaciones aparte, lo cierto es que los cubanos de Miami han sabido integrarse en el país que los acogió y contribuir al desarrollo de una sociedad que atrae inversiones y recursos humanos y financieros desde muchos lugares del mundo, que rebosa prosperidad y bienestar a ojos vistas. Se me dirá que Miami es territorio norteamericano, que los cubanos han disfrutado de las ventajas económicas otorgadas a ellos en consideración a su estatus político. Todo eso, y mucho más, puede ser cierto; pero verlo de tal modo sería ver sólo una parte de la verdad. Hay un enorme componente cubano en toda esa riqueza que destila el condado de Dade. Para la generalidad de los cubanos, Miami es la capital del exilio, su segunda ciudad, un lugar donde viven y trabajan alrededor de un millón de compatriotas.

Creo que nadie podría poner en duda que mucho de lo que allí se ve es el resultado del trabajo en libertad de una parte de nuestro pueblo, de aquella parte que fue desterrada de su suelo patrio, que abandonó la isla llorando, que apenas deshizo las maletas, pensando en el regreso a Cuba en unos meses. Muchos de ellos salieron de su tierra con los bolsillos vacíos, despojados hasta de sus joyas. Cuántos profesionales no debieron comenzar desde cero, ocupándose de trabajos muy inferiores a su calificación. Nunca olvidaré las historias de los médicos que debían ganarse el pan lavando platos, los cuentos con que el gobierno cubano trataba de atemorizar a los que nos quedábamos en Cuba. Aquellos cubanos lucharon, lavaron platos, sí, se sacrificaron; pero prosperaron, y hoy viven una vida mucho más digna que sus compatriotas de la isla. Enviaron a sus hijos a la escuela, los vieron convertirse en hombres de provecho, en gente de éxito. Aquellos “apátridas” trabajaron duro y construyeron mucho de lo que hoy es Miami. ¿Qué otra cosa sino admiración puede provocar su gesta? Hacia finales de la década del setenta, algunos pudieron regresar por unos días a Cuba. Aquella serie de visitas y las inevitables comparaciones que suscitaban fueron la causa de la avalancha en la embajada del Perú y el éxodo del Mariel.
Paradójicamente, hoy en día la economía de la isla se sostiene en parte gracias a las remesas de dinero que llegan desde Miami y otras ciudades de los Estados Unidos.

Para un cubano que durante muchos años ha vivido en distintos países de Europa, el llegar a Miami significa un reencuentro con sus raíces. Confieso que, aparte de mi tierra, aquel es el único lugar del mundo en donde me he sentido realmente en casa. Allí el “problema de Cuba” está siempre presente en las numerosas estaciones de radio, en la televisión local o en la prensa plana. Es, por otra parte, en extremo agradable para un alma acostumbrada a la fría belleza de Europa, el poder despertarse por la mañana y oír el canto de un sinsonte entre el ramaje de una mata de mango. Miami, además, le regala a uno la posibilidad de tomarse un café cubano en cualquier esquina, degustar los platos que solía preparar nuestra madre en las mejores tardes de domingo, sentir la cercana presencia del mar y recrear la vista en los verdes penachos de las palmas reales... En fin, sentirnos rodeados de una atmósfera cubana.

En estos días de debate sobre los valores de la célebre y tan esperada película de Andy García La ciudad perdida, sobre La Habana de otros tiempos, yo me pregunto si no habrá también para nosotros, los cubanos que vagamos por el mundo con la nostalgia a cuestas, una “ciudad encontrada” allí en Miami. La hay, sin duda, al menos para quien la añore tanto como la añoro yo. La hay; pero ¿perdurará? Por desgracia, nadie podría asegurarlo. Yo, personalmente, creo que no, que el paso del tiempo se llevará también por delante aquella ciudad encontrada, aquel pueblo que, querámoslo o no, se disolverá cada vez más en el “melting pot” americano. Otra cosa no sería normal, después de todo.

Mayo de 2006

Publicado en Bitácora Cubana, 31 de mayo de 2006

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