martes, 19 de junio de 2007

Publicado el domingo 17 de junio del 2007

WILLIAM NAVARRETE
Especial/El Nuevo Herald

Ramón Alejandro

En 1971, en la galería de Jacques Desbrières en París, el pintor cubano Ramón Alejandro (La Habana, 1943) exponía sus extravagantes máquinas. Si a los transeúntes de la calle Guénégaud no les bastaba la visión de aquellos artefactos inquietantes para penetrar, en el París del esnobismo estructuralista de aquel tiempo, el misterio de las piezas extraordinarias que veían, la presencia de Roland Barthes, Severo Sarduy y Bernard Noel como autores del prefacio del catálogo les ayudaría entonces entender que se trataba de un artista y una muestra excepcionales.

Y es que tener a tres prefacistas de la talla de los antes mencionados es lujo del que muy pocos artistas pueden disponer. Hallarse, como fue en el caso de Alejandro, en el meollo de la crítica de una época (incluso involuntariamente según su propio testimonio), adulado por quienes dictaban los juicios valorativos de la misma y solicitado por coleccionistas, autores e impresores, no puede significar otra cosa que la clara conciencia de cada uno de ellos de haber descubierto a un artista que ennoblecería sus plumas, a la vez que les permitiría jactarse, el día de mañana, de haber tenido el ojo para distinguirlo en medio de la confusión de modas y otras bizarrerías conocidas de entonces.

Por eso, la idea de las ediciones L'Atelier des Brissants de ilustrar con imágenes de obras de Ramón Alejandro, textos que esclarecen su arte, es un acontecimiento mayor para la historia de la pintura cubana. Al texto original A la búsqueda de un nombre, de Roland Barthes con que comienza el recorrido, siguen otros no menos enjundiosos de Bernard Noel, Patrick Waldberg (quien tuvo el mérito de escribir el primer catálogo del artista en 1968), el célebre escritor martiniqueño Edouard Glissant, Jean-Louis Clavé, Jean-Jacques Lévque, Jacques Lacarrière, André Velter y Pierre Laurendeau, en lo que respecta al quórum de ilustres franceses para los que esta pintura merecía que las tintas corrieran.

El escritor Severo Sarduy es el primero de los cubanos en brindar razones que lo obligan a detenerse ante el trabajo de Ramón Alejandro. Le siguen Guillermo Cabrera Infante (autor de un célebre mano a mano de textos y dibujos entre él y el artista titulado ¡Vaya papaya!), y se suman Carlos M. Luis, Jorge Gómez Sicre, Orlando González Esteva, Rafael Rojas y Antonio José Ponte.

Este reparto de voces, en que franceses y cubanos pugnan por apropiarse del sentido intrincado de la obra del pintor, me tienta a pensar que el artista ha tenido dos vidas que se complementan aunque puedan repelerse a la vez. La primera, aquella de su entrada triunfal en el selecto mundo de la cultura francesa. La segunda, el regreso, a Cuba, el país de origen, que a juzgar por la exuberante manera en que Ramón Alejandro lo presenta, nos coloca ante una explosión que sólo puede ocurrir cuando algo ha estado por mucho tiempo subyacente y reprimido.

En la encrucijada de esos dos mundos, Francia y Cuba, hay una obra --El gusto del Poder (1991)-- que a mi juicio denota la frontera entre ambos. En ella una máquina dentada, perfectamente racional aunque también ditirámbica se dispone a morder la carnosidad pulposa de una papaya. La dentellada no llega a producirse, como tampoco se ha producido nunca la dominación real (aparente tal vez sí) de uno de esos mundos por el otro. Son dos estructuras físicas y mentales que crean equilibrios, pero que no logran entenderse plenamente. En ese justo instante, al volver al tema de Cuba después de tres décadas de disciplina estética europea, la pintura de Ramón Alejandro alcanza la universalidad que puede expresar el arte. Porque en resumidas cuentas volver al origen es completar el ciclo de la vida, y completarlo equivale a encerrar el Cosmos entre las manos.

Mas la edición de este libro, en que aparentemente un largo ciclo se ha cerrado no significa, tratándose de un artista con ingenio y en constante mutación, el fin de tantos ofrecimientos. Sin sospechar que tocaba con la punta de los dedos (aunque en realidad a soplete y cincel puros) el ámbito de la escultura, Ramón Alejandro ha hecho de un cacharro refrigerado de La Habana una obra digna del diseño davinciano. Como si en la península itálica del Renacimiento hubieran existido artefactos que refrigeraran los alimentos y como si para protegerse de la inclemencia insular de múltiples sentidos no hubiera mejor remedio que refrigerar en esa sorprendente caja todo lo que el hombre ha ofrecido desde las orillas del Po y el Arno.

Y quienes leen las crónicas que el pintor escribe y entienden sus múltiples sentidos, saben como yo, que no hay vaticinio ni regla que permita definir el final de un ciclo o el final de todos los ciclos. La admirable calidad generada por un talento sin par es lo que aquí cuenta. El libro que ahora reseño salvaguarda para los cubanos la singular coyuntura del arte de la Isla en las décadas contemporáneas y puede explicar con más acierto nuestra naturaleza que los mejores tratados de Estética.•

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