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sábado, 20 de junio de 2009

Julio M. Shiling
Cubanos sin Fronteras
Julio M. Shiling
jmshiling@patriademarti.com

Ya es oficial. Con mayoría unánime, la Organización de Estados Americanos (OEA) revocó la suspensión, de 1962, al gobierno cubano. Como miembro aceptado, puede volver cuando quiera sin ningún concreto condicionamiento. La dispositiva de ejercer ese cautivador concepto de “dialogar”, no le causará ningún inconveniente a la dictadura castrista. Inconsecuente con el romanticismo revolucionario, los regímenes y movimientos marxistas-leninistas han ganado siempre más sentados en la mesa de negociación, que bregando en los campos de batalla. Su secretario general, José Miguel Insulza, lideró esta campaña. El “panzer” (como le dicen los que lo conocen), la calculó bien para gestar su ataque. Con el mismo éxito que tuvieron los tanques panzers alemanes sobre la democracia europea, así también arrasó Insulza del seno del foro hemisférico, el principio político que Churchill llamó el “peor, exceptuando todos los otros”.

En la guerra el “timing”, dicen los expertos, es relevantísimo. Insulza, con cuatro años ya de jefatura del organismo continental, tuvo la ensombrecida astucia política para saber esperar el propicio momento. La responsabilidad de escarnecer los principios democráticos que había incorporado la OEA en sus estatutos por enmienda, cae, sin embargo, sobre muchos. Las consecuencias de esta lamentable ocurrencia destapa no sólo la complicidad (explícita o tácita), de supuestos líderes democráticos, sino hace más lúcida la agenda que busca los obvios conspiradores. Lo peor, es a lo que se expone todo el hemisferio por la irresponsabilidad histórica de algunos ilusos (en el mejor caso)...

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Julio M. Shiling
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martes, 26 de agosto de 2008

Julio M. Shiling
Cubanos sin Fronteras
Julio M. Shiling
jmshiling@patriademarti.com

Asistieron un poco más de cuatro millones de personas. Los anfitriones edificaron deslumbrantes estadios, dando cupo a toda capacidad, a los enternecidos espectadores, provenientes de todo el globo. La cúpula gobernante, elegidos democráticamente, tampoco se perdió un evento. El mundo (al menos la mayor parte) quedó seducido. Adicionalmente, quedaron convencidos de que cualquier régimen capaz de ambientar un magno-evento deportivo, como los Juegos Olímpicos, de manera tan glamorosa, con exquisita organización y seguridad, no eran meritorios de alegaciones, hechas por algunos, de que era peligroso y malo. Aparte, ¿cuán inicuo podía ser un sistema que tenía un promedio de crecimiento económico del 15% anual, constructor de las mejores carreteras del momento, ser una potencia en la educación, los artes y el deporte, aglutinando, justo en la mismas mencionadas Olimpiadas, la mayor cantidad de medallas? Sin embargo, los XI Juegos Olímpicos sirvieron cabalmente los nefastos intereses del nazismo, que causalmente, tanto dolor inflijo al planeta. Ahora, 62 años después, el comunismo chino en Pekín, o Beijing (como sus opresores la han renombraron), acaban de trapacear la humanidad nuevamente.

Los Juegos Olímpicos (sus organizadores, patrocinadores e intereses concernientes) insistiendo en que sus encuentros deportivos transnacionales cada 4 años son “apolíticos”, han demostrado una olímpica ambivalencia moral, con la politización del deporte que han practicado. Lo peor aún, es el relativismo ético que han aguijado. Por supuesto que más de un coro sobrará para replicar con el desgastado eslogan que “el deporte (o la música o arte) no tiene nada que ver con la política”. El problema con esa argumentación es que para poder ser convincente, presupone del receptor, una amplía ignorancia de, la política (particularmente sistemas dictatoriales), competencias deportivas internacionales o ambas. Apela a equívocos sentimentalismos que buscan desprender al pensante de un serio análisis. En el nombre de la pasión por el deporte, busca embriagar al humano, desuniéndolo de la ética virtuosa de sancionar lo injusto y rechazar lo inaceptable. El esterilizar la capacidad para recriminar lo abominable, no es su único requerimiento. Obliga también la nubosidad de facultades de raciocinio, concurrentes con lo ocurrido.

Si existe un evento cultural, abarrotado de política, son las Olimpiadas. Es insultante que te quieran convencer de lo contrario. Antropológicamente, el evento desde su concepción con los antiguos griegos hace más de 700 años antes de Cristo, no se puede desligar de la política. El rescatador de los juegos modernos, Pierre Baron de Coubertin, precisamente reaccionando a un evento político, la Guerra Franco-Prusiana, concordó el Comité Olímpico Internacional en 1894. El pedagogo e historiador francés, deseó por medio del deporte, apaciguar diferencias que antes se resolvieron en el campo de batalla. Sueño admirable y colmado de política.

Himnos y banderas son sólo algunos de los ejemplos que en la superficie nos recuerda, de la politización inherente de estos eventos. Visto exclusivamente así, nada tendría eso de malo. Al contrario, hermoso es la efervescencia del saludable nacionalismo que eventos como estos pudieran ser capaces de producir. Unirían pueblos, regiones, hasta pudieran allanar asperezas entre potencias rivales. Todo eso lo pudiera lograr competencias deportivas internacionales. Todo eso pudiera haber sido lo que Coubertin soñó. Pero el idílico empeño de aquel comité resultó una quimera. Lo que descarriló el proyecto intencionado: una hermandad de pueblos compitiendo libremente con reglas unísonas del encuentro deportivo; no fue la política en si, contemplada de modo aislada. El maleante ha sido la tolerancia de una política divorciada de un pudor moral que filtra y excluye actividades políticas inadmisibles y la selectividad ideológica que ha determinado su administración.

Las Olimpiadas reconocen, de facto, territorios políticos físicos, no naciones. No hace distinción entre regímenes socio-políticos. Tampoco lo hace con el ámbito circunstancial que rodea los atletas participantes. Les otorga a los comités de los respectivos países, la amplía e igualitaria discreción para estructurar su formato deportivo. O sea, un reconocimiento de “igualdad”, un level playing field (terreno equitativo para jugar). Con eso argumentan, que no practican la política. Sin embargo latente está, detrás de este “entendimiento” de los organizadores de los Juegos Olímpicos, primero, la doble moral ejercida y segundo (y peor aún), la institucionalización de una fehaciente y patética tradición de encubrir crímenes de lesa humanidad, robustecer regímenes despóticos y promover la explotación deportiva. En efecto, practicando una política cultural que sirve sólo a las dictaduras más politizadas del mundo y sus ambiciones.

Para evitar la repulsión del mundo democrático y atraer favorable atención, estos magno-eventos deportivos transnacionales, necesitan instituir una falsa equivalencia moral y circunstancial. Pincelan una imagen del país anfitrión, cuando son, como en el caso de las Olimpiadas del 2008 en China comunista, garrafalmente distorsionado. Lo que se presenta es incompleto y completamente inconsistente con la realidad. Ausencias de libertades básicas, garantías civiles, jurisprudencia autónoma, se aguarda con el mismo lamentable silencio, con que se oculta la abundante represión, censura oficial, el genocidio en territorios ocupados como el Tibet, los encarcelamientos en masa, desalojos arbitrarias, todas actitudes que el régimen chino comunista acciona incesantemente. Con 59 años de despotismo comunista en funcionamiento, igual que con la incipiente dictadura alemana de 1936, en China la inmoralidad de la barbarie encubierta, queda embozado. La credibilidad que recibe cualquier régimen, con ser anfitrión de un evento como las Olimpiadas, es un efectivo mecanismo para hacer desaparecer atrocidades, aún cuando están frescas. Le concede una inmerecida respetabilidad en la comunidad de naciones. Le obsequia un rostro “humano”. Hace invisibles sus víctimas. Y en el caso de China roja, son muchas. Más de 60 millones según fuentes respetables. Algunos incrédulos o apologistas de la dictadura comunista de Pekín (muchos con enlaces comerciales en el gigante asiático), han querido justificar el juicio de los organizadores olímpicos con el guión de que la China de Deng y Jintao, no es la misma que la de Mao.

Cuando en 1978, Deng Xiaoping instituyó en la República Popular China una paulatina liberalización selectiva de la centralizada economía china la llamó, “socialismo con características chinas”. Para los que quieren leer sus pronunciamientos y el razonamiento del astuto comunista (publicación con el mismo título, cortesía del Partido Comunista Chino), Deng no abandonaba los objetivos del marxismo-leninismo. Sólo la metodología de cómo, de forma más efectiva, asistir en la “lucha de clases” y llegar al nirvana comunista. Lo cierto es que Deng no fue de todo original. El mismo Lenin con su Nueva Política Económica, ya había reconfigurado las doctrinas económicas del marxismo, 57 años antes, para enfrentar la ineficiencia bolchevique (Stalin luego las rescindió parcialmente). En China comunista los “cambios” que redactó Deng han consistido en ajustes económicos, con la retención del estado político marxista-leninista. O sea, una dictadura represiva uni-partidista e ideológica, con economía mercantilista. ¡Y por favor, no digan que lo hay en China es capitalismo! Bajo ningún concepto lo es. Su práctica económica procede del mercantilismo. La simple empleomanía del mercado y sus instrumentos, el intercambio comercial, inversiones extranjeras, y una tolerada propiedad privada selectiva y concesionada, no equivale al capitalismo.

Los que contaron con que la modernización material en China traería con ella la democracia, siguen esperando. Brilla por su ausencia (y creo que no deberían de estar muy esperanzados en que va a llegar). Que la China de hoy sea diferente a la de Mao, es innegable. Como no es menos cierto, que los EE UU que dejó Reagan es diferente a lo que fue bajo Carter o Nixon (una mucho más próspera). Pero la analogía se fisura en la seria cuestión de libertades civiles y políticas. En la tierra de Lincoln, eso ha sido un incesante constante, irrelevante de quienes gobiernan. Ese, en China, no ha sido el caso. China está más materialmente abundante, sí. Pero no es, ni mucho más libre ni democrática. El fortalecimiento de la economía en la República Popular China, ha servido para, no solamente proporcionar una mayor cantidad de bienes de consumo para los chinos en las ciudades principales (lo rural es otra cosa). La entidad que controla cada minúsculo aspecto de la vida, el Partido Comunista Chino, está hoy más fornido e institucionalizado que nunca. Eso incluye el reino de Mao. Si la excusa moral del Comité Internacional Olímpico para permitir que China comunista hospedara los juegos del 2008, es la misma fracasada premisa de que avances materiales en China son (o serán) conducente a un proceso democratizador o si eso la ha convertido en un lugar menos, éticamente inhóspito, han errado, de nuevo.

La dádiva de autorizar el alojamiento, dentro de territorio no-libre, de un súper evento como las Olimpiadas, no ha sido el único lapso inescrupuloso de sus organizadores. Cuando el Comité Internacional Olímpico rehúsa hacer diferenciación entre países cuyos estructuras socio-políticos son absolutistas, fomenta la permanencia dictatorial, legitimando el opresivo régimen. Demuestra, adicionalmente, una tácita aprobación de la dictadura o una abismal incongruencia con los principios básicos de la competencia deportiva. El deporte requiere libertad, y dentro de prudentes y establecidos límites, alternativas, para que se puedan equiparar. Un atleta, proveniente de un país donde se practica la democracia, representa exclusivamente a su nación (incluyendo la de la diáspora). Como en una democracia hay alternativas y las libertades para escoger entre alternativas, en el nombre de la pluralidad, los equipos democráticos visten el uniforme patrio, desvinculados completamente de consideraciones partidistas o ideológicas de ningún tipo. Hay una clara distinción entre culto a la “patria” y al régimen operante. En las democracias, partidos y políticos, son un fenómeno dinámico, donde las instituciones civiles y estatales resguardan el ambiente para que individuos, en este caso, los atletas y sus conciudadanos, puedan tener variantes criterios políticos y actuar sobre ellas sin repercusiones. Eso no es el unísono caso con los equipos que provienen de países no-democráticos, particularmente, donde imperan esquemas totalitarias. Los atletas que dictaduras socio-políticas permiten participar en eventos deportivos (nacionales o internacionales), van en representación, no de una nación per se, sino de un movimiento político que desde el poder opera un régimen dictatorial, y de acuerdo a su propia “legalidad”, son convencionalmente la “nación”. O sea, en el caso del país no-democrático y uni-partidista, “nación” y “régimen” (o “revolución) son sinónimos. Este fenómeno, repito, está anclado en las respectivas “constituciones” de las dictaduras. No esconden su negatividad de darles a sus ciudadanos (que incluye los atletas), ninguna separación entre el sistema operante (movimiento/partido ideológico exclusivo), la patria y ellos (las masas). Quiéranlo, o no, son hechos partícipes.

Al no existir la normal separación entre gobierno y país, los atletas que visten uniforme de un equipo que proviene del orbe donde impera un régimen absolutista, son convertidos, lamentable e injustamente, en representantes de una dictadura. Este engendro queda validado por la consistencia y vigorosidad con que cualquier régimen totalitario, le niega la opción de participar en cualquier función deportiva (o cultural en general) a un no-integrado. La sumisión ideológica es un requerimiento. No es suficiente la capacidad deportiva. Las dictaduras tienen su propia “moralidad”. Es una que obliga del jugador una clara identificación con el sistema. Esa son las reglas del juego en los regímenes absolutistas. Uno de los artículos del Comité dice (entre otras cosas) que las Olimpiadas se “opone” al abuso “político” del deporte o los atletas. ¡Que incongruencia moral!

La hipocresía y desaprensiva actitud del Comité Internacional Olímpico se extiende en la doble moralidad que ha ejercido. Para citar sólo algunos ejemplos, los equipos de Sur África fueron, en 1972 y 1976, excluidos de participar por su política de apartheid racial. La antigua Rodesia (hoy Zambia y Zimbabwe), por razones similares, también fueron suprimidos en 1972. Muy bien. Sin embargo, los regímenes comunistas practican, despiadadamente y sin cesar, el apartheid clasista, político, religioso y racial (de facto). El Comité Internacional Olímpico, sin embargo, ha permanecido silente ante esta discriminatoria e inhumana práctica. La República China (más conocida como Taiwán) fue proscrita de los Juegos en 1976. Su renuencia a cambiar su nombre legal, bandera e himno, le ganó esa distinción. Pudo volver en 1984. Pero sólo después que las exigencias del Comité fueron adheridas. Se presentó la República China como “Taipei China” y con una bandera “especial”. Y con rostro serio, los responsables administrativos de las Olimpiadas nos atestiguan, que ellos no hacen política.

Lo más lamentable de todo esto es, en lo que nos convierte estos eventos. La magna-audiencia que captan ocasiones televisivas como las Olimpiadas, en vez de servir el noble propósito de hacernos ciudadanos del mundo más sensitivo al sufrimiento ajeno, nos desensibiliza. Ahí en Pekín, a cuadras de donde la espectacularidad del deporte se vislumbraba y los aplausos saludaban a deportistas que tan arduamente se habían esforzado, un estado policiaco gestiona su inhumano control sobre la nación más populosa del mundo. Cerca de esos estadios, donde tantas hermosas medallas se repartieron, el genocidio contra el pueblo tibetano se continúe ordenando. Atletas que visten uniformes representando a naciones enteras, no se diferenciaron de los que son convertidos en vasallos de dictaduras políticas y simbolizaban regímenes oprobiosos. ¿Cómo se permite que estos deportistas con la desdicha de provenir de territorios no-libre, sean perseguidos y vigilado por fuerzas represivas políticas todo el tiempo? A veces, incluso, habiendo más agentes de represión que deportistas. Todo para evitar una expresión no autorizada o el escape, hacia la libertad, de desesperados atletas. Esta realidad, sin embargo, no se trasmite y se pretende ocultar. El Comité ha determinado que eso sería mezclar el deporte con la política. La elegante fachada no es singularmente coreografiada por los administradores de los Juegos. Tampoco se llevó a cabo sólo con la ayuda adicional de las dictaduras concernientes, cuyas esquemas doctrinales ha parecido, tradicionalmente, excitar a algunos influyentes miembros del Comité.

Ciertos comerciantes del mundo libre, demostrado una aguda ceguera y sordera moral, no dejaron de persuadirnos, con sus anuncios y fanfarria extravagante, de que en la casa del opresor asiático, todo andaba bien. Productores como la Coca Cola, General Electric, Kodak, McDonald´s, Omega, Johnson and Johnson, Visa y otros, costearon el encuentro en China comunista, invirtiendo $866 millones. Prestaron su nombre y prestigio (aparte del dinero) para patrocinar un evento que se sabía que iba a generar (como lo ha hecho) millares de arrestos, por esos inconformes de vivir en tiranía y pensando, erróneamente, que la maldad del sistema declararía una tregua, ya que habitaban en sus calles, innumerables extranjeros. Penosamente, la eterna mancha de la complicidad, será el precio justiciero que esos patrocinadores pagarán.

Al final, el circo de los comunistas chinos terminó. En la Plaza de Tiananmen, el patético retrato de Mao, con la fija mirada de una sádica Mona Lisa, continuará dejándole saber al mundo, de que en China, la dictadura del proletariado sigue en marcha. El Comité llevará, nuevamente, sus competencias a otros lados y continuará su lamentable servicio, dentro de su capacidad cultural, de abonar a la preservación de sanguinarias dictaduras. Nosotros como raza humana hemos quedado más incivilizados, gracias a estos Juegos. Vamos perdiendo la virtud de sentir repugnancia hacia ofendedores repugnantes. La indiferencia inunda la civilización libre cada vez más y el tacto de la inquietud moral, parece esfumarse con mayor frecuencia. Pudo haber sido distinto. Pero hace tiempo los Juegos Olímpicos se descarrío. Tal vez algún día las Olimpiadas recapacitará. Ojala. Tendrían que ser intolerantes con la explotación deportiva por parte de tiranías políticas e inflexibles en el condicionamiento de que las reglas del juego, excluyen jugadas sucias de gobernantes hacia los gobernados. Esto no es cosa de juego. Deporte sin libertad, es mera manipulación atada a los caprichos de un tirano y su sistema.


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lunes, 2 de julio de 2007

Julio M. Shiling
Cubanos sin Fronteras
Julio M. Shiling
jmshiling@patriademarti.com

Cuando los ingleses diseñaron la Carta Magna, sembraron marga sana en el ideario político. La innovadora iniciación de articular frenos a la autoridad gobernante y el alinear la propiedad con preceptos básicos de derechos libertinos, sin dudas, principió la larga travesura para despoblar las pantanosas selvas del despotismo. Serían, sin embargo, los descendientes de perseguidos religiosos, provenientes justos de esas británicas islas, los que en rebelde protesta, redactarían la más enaltecida argumentación política, del por qué un pueblo debería ser libre.

Las ideas que plasmaba la Declaración de Independencia norteamericana no fueron originales. Su credo estaba constituido principalmente por dos pilares: los principios de la Ley Natural, concepto que originó con los griegos, pero fue perpetuado por el cristianismo y Santo Tomás de Aquino y el liberalismo de John Locke. Sin embargo, el documento cuya redacción autorizó el Congreso Continental (cuerpo legislativo de las Trece Colonias originales) el 15 de mayo de 1776 y adoptó en julio del día 4, le extendió una plataforma a esas ideas, que la historia ha evidenciado, en práctica, la superioridad de su sostén.

El contexto en que surgió la Declaración que compuso Tomás Jefferson con la exquisita atención editorial de Benjamín Franklin y John Adams, reflejaba el sentimiento independentista prevaleciente en los criollos. En los campos de Lexington y Concord, el clarín había ya anunciado el comienzo de la contienda bélica contra la metrópolis, casi un año y un mes antes. La predominancia del sector intransigente del cuerpo deliberativo de las Colonias, ante la insuficiencia de la autonomía, adquirió mayoría. También la radicalidad de las exigencias a la corona británica. Las 1,331 palabras de la Declaración, recogió todo eso.

Esencialmente en cinco secciones, el seminal documento pregonaba la justificación para la Revolución Norteamericana. La civilidad, en todo momento, demarcaba de principio a fin, el planteamiento político. Primero, anunciaba la decisión de separarse, amparando sus acciones en derechos, no convencionales propulsados por hombres, sino naturales provenientes de Dios y preestablecidos. La primacía de la Ley Natural, sobre la Ley Positiva, quedó clara.

La segunda sección vocea cánones liberales, como el soberano residiendo en los gobernados, no sus gobernantes. Encomienda prudencia, advirtiendo contra el peligro de frívolas embestidas contra el legítimo orden. Y a la vez, ensalza la acción redentora, cuando la inviolabilidad ciudadana se ha perpetuado. Expone, en su tercera sección, una larga lista de abusos, en forma de quejas, dejando lúcido la racionalidad de sus motivos. Añade y recuerda, en la cuarta parte, que cuando un monarca ignora las lícitas querellas de sus súbditos, se transforma la monarquía en tiranía, un sabio análisis platónico.

Concluye aireando la oficialidad de su independencia, explicable por un orden místico y superior, el razonamiento humano y sustentado por la responsable perseverancia de sus hijos. Con los que defendieron los lazos sumisos con Gran Bretaña serían, según afirmó la Declaración de la recién pronunciada nación, “enemigos” en guerra y “amigos” en la paz. Ni guillotinas, reinos de terror o cambios de calendarios ocurrirían. Los acontecimientos de la “otra” revolución, al otro lado del atlántico, también con su “declaración”, no se emularían. Los amantes de la libertad, en todas partes, deben de celebrar la transcripción de aquella Declaración, escrita en ese caluroso verano de 1776. Mejor aún, ojalá que pudieran practicar sus principios.

Julio M. Shiling
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