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lunes, 8 de agosto de 2005
Pasiones de un horizonte existencial.
Enrico Mario Santí (Santiago de Cuba, 1950)
Enrico Mario Santí, un sentidor de la literatura cubana y su contexto social y político, habla de su experiencia como exiliado.
por EMILIO ICHIKAWA MORÍN, Homestead
Estudioso incansable, ejemplo de lo que Emerson definiera como un "american scholar", Enrico Mario Santí es uno de los grandes conocedores de la cultura hispánica; además de un sentidor de la literatura cubana y su engreído contexto social y político.
Su itinerario en las universidades norteamericanas es extenso: Vanderbilt, Yale, Cornell, Duke, Georgetown. Hoy enseña en la Universidad de Kentucky y escribe en su casa de Claremont, California, junto a su familia y una mata de aguacates. Los tópicos que se abordan aquí se centran en su libro Bienes del siglo (Fondo de Cultura Económica México, 2002), que, como él mismo ha dicho, recoge las pasiones de un horizonte existencial: el de ser un exiliado cubano.
En su etapa en Yale University, además del encuentro con José Juan Arrom, le sucedió el destino de conocer a Emir Rodríguez Monegal. ¿Qué pasaba en sus clases?, ¿cómo fue que le convenció para hacer una tesis sobre Neruda?
Emir era lo que en USA llamamos un celebrity. Mitad hombre de letras, mitad empresario cultural. Sus clases eran divertidas e informativas, pero no rigurosas. En ellas aprendí mucho de cómo conducir una clase sin que los estudiantes se aburrieran. Pero no puedo decir que aprendí a leer, propiamente. Eso lo había aprendido antes de llegar a Yale, como cuento en el prólogo de Bienes del siglo. Tal vez fue eso, que demostré en mis trabajos y presentaciones de los seminarios de Emir, lo que nos acercó.
En el departamento de Español había grandes fricciones, no siempre académicas, entre los profesores, y una de ellas era la que rivalizaba Arrom con Emir. Arrom es un viejo bulldog, graduado de Yale y veterano profesor. Vive en Estados Unidos desde los años treinta, cuando su acaudalada familia del norte de Oriente le envió a estudiar a este país y escapar del machadato. Emir, en cambio, era un recién venido al mundo académico americano, aunque había enseñado en Montevideo, París y Cambridge.
Pero la fricción entre ellos era, además, de índole política. Arrom simpatiza con el castrismo, mientras que Emir era su bestia negra, satanizado como había sido por el affaire Mundo Nuevo. Pronto me encontré en una disyuntiva: Arrom es, o al menos era en ese entonces, una excelente persona y un amable compatriota; Emir era menos académico, en el sentido profesional del término, y mantenía cierta distancia con los estudiantes, al menos al principio. Pero sus ideas eran más novedosas (eran los años del boom de la novela y del post-estructuralismo en la crítica) y, francamente, me sentía más cómodo trabajando con él.
Todavía recuerdo con angustia el día en que tuve que notificarle a Arrom mi decisión. Puede que se haya sentido traicionado, aunque su integridad como profesor y como persona le impidieron criticarla. Mi primer curso con Emir fue un seminario de literatura comparada sobre Neruda y Whitman. De mi proyecto en el seminario, sobre la imaginación profética y romántica en ambos poetas, nació la tesis. En ello influyeron, sin duda, otros cursos de Yale a los que asistí durante esa época, con Paul de Man y Harold Bloom. [Continúa]
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