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miércoles, 27 de junio de 2007

Crónica de un naufragio.

CUBANET
Juan Carlos Linares Balmaseda

LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - Por el litoral norte de Mariel ocho hombres echaban al agua la balsa de 3 metros de ancho por 6 de largo, de madera y poli espuma. Estaban listos para zarpar.

Julio, sobreviviente del intento de fuga del país, expresa: "Al principio estábamos muy tensos, pero a medida que nos alejábamos el sentimiento era de felicidad. Hasta cantamos. Escapábamos de un largo encierro".

Todos eran miembros de organizaciones opositoras al gobierno. Se conocían bien. Llevaban documentos que evidenciaban tiempo en el activismo pacífico.

El cadáver de Vladimir fue el único cadáver que regresó a la costa. Él sobrepasaba a los demás en alegría durante las primeras horas de la travesía. Increpaba graciosamente a los que metían la mano en la bolsa de los víveres

-¡Dale suave a la comida! -recordando la regla número uno cuando se viaja de esa manera: racionamiento estricto de los alimentos y el agua: galletas, tostadas, diez latas de carne, cucuruchos de maní y una botella de miel componían el grueso del avituallamiento. Los pomos plásticos con el agua potable iban flotaban alrededor de la balsa, amarrados unos con otros.

Durante varios días monitorearon los partes meteorológicos por la televisión cubana y algunos canales norteamericanos. El viernes, día la partida, se disiparía un frente frío. El domingo a más tardar estarían justo en el centro del Estrecho de Florida. La brisa los empujaría al norte. Así pensaban ellos. La naturaleza no.

Echar la balsa al agua fue como coser y cantar. No había guardafronteras por los alrededores. Para algunos se trataba del primer intento de salida ilegal del país. Otros ya lo habían intentado.

Al amanecer del sábado el brisote campeaba por su respeto, aunque no llovía. Otro de los desaparecidos, Yoel, no podía contener los mareos. "Aquello parecía una borrachera con bebida dulce" -apunta Julio.

Pasó una noche y un día sin un barco a la vista. El domingo el mar se puso feo, muy picado; y las aguas tan oscuras que no se veía a un pie de profundidad. Las olas crecían. Cuando subía la embarcación se sentían en un balcón, por encima del horizonte. Cuando descendía estaban metidos en un sótano con paredes de aguas turbias. El clima empeoró por la noche. Ni siquiera la luz lejana de un relámpago alumbraba sus destinos. La visión era tan escasa que apenas se veían las manos. Cada cuál sabía quién estaba a su lado sólo porque mantuvieron las mismas posiciones en la balsa, hasta ese momento. El aire era tan fuerte que gritaban para escucharse. Un reloj acuático en la muñeca de Yoán marcó las tres de la madrugada del lunes. Un primer golpe de ola golpeó el costado derecho de la balsa; otro los lanzó al agua. Nadaron febrilmente, buscando el tenue destello de la poliespuma. Se imponían los gritos de los desaparecidos, Manuel y Alexis: ¡Suban, rápido, agárrense! Cuando llegaron la embarcación estaba al revés. Intentaron voltearla y un tercer golpe la partió en dos.

Nunca más se reencontraron. Tres náufragos titiritaban de frío sobre los restos de la balsa. Pasaron cuatros días a la deriva, hambrientos, sedientos. La embarcación se deshacía. Yoán se tiró al agua. Dijo que a buscar ayuda. Se perdió de vista. Dos pescadores, en un pequeño bote divisaron algo que chapoteaba en el agua, a lo lejos. Era Yoán. Lo llevaron a la unidad de guardafronteras y regresaron por Julio y Omar, que sobrevivieron al naufragio.

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