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viernes, 25 de agosto de 2006

Murió la musa de Agustín Acosta.


Diario Las Americas
Publicado el 08-23-2006
Luis Mario

“No me pida usted nada por lo que ya pasó; pídamelo por el hoy que canta, que sueña, que confía y que ama”. Así comienza la primera carta que el Poeta Nacional de Cuba, Agustín Acosta, le escribió a Consuelo Díaz Carrasco, Se casaron el 14 de abril de 1951. El amor los fundió hasta el 11 de marzo de 1979, cuando el poeta murió en Miami.

Este lunes 21 murió quien para todos era Consuelito. La musa del poeta. Basta saber de esa muerte para que los recuerdos lleguen en bandadas. El 12 de diciembre de 1972 la pareja llegó exiliada a Estados Unidos. Ya para entonces, de cerca, sus amigos y admiradores comprobamos con qué devoción ella cuidaba de él. Cómo trabajaba para reproducir con una máquina de escribir sus poemas escritos a mano. Cientos de cartas y diversos documentos pasaron por aquellos dedos laboriosos y entrenados por el amor.

Gracias a Consuelito, conservo una gran cantidad de fotocopias relacionadas con la vida de ambos. Entre ellas, una entrevista que en 1926, el rotativo El Tiempo, de Lima, le hizo a José Santos Chocano, en la que el gallardo peruano menciona a Agustín Acosta como el más grande poeta de Cuba.

En febrero de 1994 escribí un prólogo titulado “Beso y bandera”. Era el deseo de Consuelito publicar el libro Lejanía, con poemas dedicados a Cuba y a ella. El sueño no se pudo realizar. No es fácil decirlo sin ruborizarse. Ahí siguen esos versos, la mayoría inéditos, esperando para hacer vibrar un día el corazón de los enamorados. Como lo estuvo Agustín hasta del nombre de su compañera:

Tu nombre por sí solo es un consuelo.
Si así no te llamaras lo serías.
Tu nombre es como un nítido pañuelo
que enjuga el llanto de mis noches frías.

En otra ocasión, de repente, repite el adjetivo sustantivado que de manera tan exacta retrata a su amor: “rubia, rubia, rubia...”; y, al quererla “de oro”, deplora no poder hacerle un anillo...

...no para lucirlo triunfante en la mano
con un elegante gesto de mundano,
sino, para –lleno de dulce emoción-
ajustarlo en torno de tu corazón.

El oro estuvo presente siempre en Agustín Acosta, pero no con su valor físico, sino con su virtud reluciente para el símil, como al decir “te concibo de oro y de espuma y de lirio”. Pero recurre a comparaciones inusitadas, también con el dorado telón de fondo, como en los siguientes versos de una potente llama creadora:

Amo tu voz de oro infantil y mimosa
que, sobre el desamparo de mi tristeza cae
como un rayo de sol sobre una fosa.

Estas páginas de Agustín Acosta son hermanas de El libro fiel, de Leopoldo Lugones; Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez; Toi et moi (Tú y yo), de Paul Geraldy y Giraluna, de Andrés Eloy Blanco. Cada uno presenta una geografía erótica distinta, pero cada uno coincide en llevar a la esposa como materia primordial de inspiración.

Si Antonio Machado usó una paleta tornasolada que estremece y enternece hasta las arterias escurridizas del sentimiento, Agustín Acosta le canta a su amor con un pincel distinto, como exposición directa, aunque no menos efectiva.

Esos ojos de zafiro y clorofila, ojos de hierba precoz, aceitunados con reminiscencias de mar en calma, acaban de cerrarse para siempre. Ojos que hicieron tan feliz al poeta y que tanto lo honraron después de su muerte.

Pero no. No hay párpado cerrado, ni siquiera por la muerte, que pueda arrebatarle los ojos a Consuelo. Esos ojos seguirán abiertos eternamente, porque siempre resucitarán en un verso de Agustín, su poeta, cuando exclama: “Yo quiero el verde insólito de tu pupila verde”

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