AGOSTO DE 2006
por Christopher Domínguez Michael
En diciembre de 2002, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara tuvo a Cuba como huésped y Letras Libres preparó un número dedicado a debatir el presente y el futuro de la isla. Aquella presentación, como se recordará, fue interrumpida por un ruidoso contingente de castristas quienes, bien acompañados de funcionarios cubanos, convirtieron aquello en una faramalla que reproducía, en México, los procedimientos inquisitoriales e intimidatorios propios de la dictadura y sus comités vecinales.
El acto de repudio, como se lo llama en la jerga persecutoria, duró más de dos horas y una vez concluido, por razones que no sé si atribuir a la saciedad de los provocadores o a la corrosiva influencia de la tolerancia democrática, el clima se distendió cómicamente y tanto los fiscales como las víctimas nos fuimos retirando en calma, cada uno por su lado, comentando un incidente que se llevó a cabo en las narices de los organizadores de la feria, obsequiosos hasta el escándalo con el régimen cubano. Recuerdo, todavía, a algunos de los castristas tapatíos tomándose la foto del recuerdo con una linda muchacha cubana que, en calidad de La Libertad guiando al pueblo, había animado con entusiasmo a los alborotadores. Esa noche, en la habitación del hotel, mientras procesaba esa clase de adrenalina que sólo la política desencadena, me consternó pensar, sobre todo, en lo que esa jornada habría significado para mis colegas cubanos, el novelista José Manuel Prieto y el ensayista Rafael Rojas, director de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, ofendidos en la tierra de su exilio con los métodos rutinarios del totalitarismo.
Meses después, en la primavera de 2003, aprovechando las circunstancias creadas por el bombardeo estadounidense de Iraq, la dictadura calculó que podía arremeter, sin pagar un costo demasiado alto, contra la disidencia, llevando a cabo una de las represiones más virulentas que haya emprendido en su ya larga historia de medio siglo. Entre aquella noche en Guadalajara y la represión de marzo en Cuba, creo encontrar el tono para hablar de Rafael Rojas, historiador nacido en Santa Clara, Cuba, y residente en México desde hace varios años. Por un lado, recapitulo, está la paradoja, no por clásica menos amarga, que implica honrar las libertades en democracias donde los castristas usan y abusan precisamente de las libertades democráticas cuyo ejercicio niegan a los cubanos. Y por el otro lado, es evidente que la inflexible facundia con la que Castro aguarda el final de su vida implicará el deterioro cada día más irreversible de la posibilidad de una transición pacífica en Cuba, tal cual lo desearía un liberal de temperamento moderado como lo es Rojas, quien teme, como lo dice en Tumbas sin sosiego, que el futuro cubano sea un mercado sin república y una democracia sin nación.
A casi medio siglo del triunfo de la Revolución Cubana y de su transformación en una dictadura, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, narra, con esa penetrante visión de conjunto tan propia de aquellas autobiografías espirituales que se ocultan en la modesta secrecía del ensayo, la aventura de los intelectuales cubanos. El vértigo que va de 1959 a 1961 ocupa las páginas centrales en un libro donde se estudian las pasiones que, desde el fervor hasta la ceguera, actuaron para que muchos intelectuales de la isla, y con ellos varias de las mentes más conspicuas de aquella época, hipotecasen su conciencia al servicio de la última de las grandes revoluciones marxista-leninistas. Pero, recurriendo a una vieja idea conservadora que se alimentó de Dostoievski, la que encuentra, en la atracción revolucionaria, la consumación de aquello que se incuba en el nihilismo, Rojas insiste en que no todos los letrados cubanos sucumbieron al embrujo. Cito, porque yo no lo conocía, el testimonio final del ensayista Jorge Mañach (1898-1961). Exiliado, Mañach advertía que, al declarar el carácter socialista de la Revolución Cubana, Fidel Castro traicionaba el mandato que recibió mientras peleaba en la Sierra Maestra, pues “el pueblo de Cuba –todas las clases sociales y muy especialmente la clase media– le apoyaron moral y materialmente para que liberara al país de la satrapía batistiana, y después, con la autoridad de esa victoria, convocase a unas elecciones, que sin duda habría ganado abrumadoramente, poniéndolo así en condiciones constitucionales de hacer efectivas las grandes reformas y rectificaciones que la Constitución del 40 había ya contemplado. A lo que no estaba autorizado el fidelismo era a cambiar radicalmente, por sí y ante sí, la estructura institucional y social de la nación cubana sin el previo y el explícito consentimiento de nuestro pueblo, otorgado mediante un proceso de amplia decisión pública y en un ambiente de plena libertad. El asentimiento de una muchedumbre fanatizada ante una tribuna, no da autoridad bastante para alterar el destino que un pueblo se ha ido forjando desde sus propias raíces culturales e históricas” (pp. 194-195).
Del mito de José Martí, convertido en providente bautista del castrismo, al desencanto (y a la contrición y al reencantamiento) de José Saramago, del arrobamiento tolkineano de Lezama Lima a su clausura en vida, de la reticencia católica de Cintio Vitier a su segunda conversión, pasando por el exilio de Guillermo Cabrera Infante, por la visita de Sartre, la suspicacia de Jorge Edwards, la servidumbre de Roberto Fernández Retamar y por las tenebras del caso Padilla, Tumbas sin sosiego explica cómo la Revolución Cubana negoció, en riguroso ardid mefistófelico, el alma de los intelectuales cubanos que, habiendo sido comunistas, republicanos o católicos, confluyeron en una desastrada constelación nacionalista. Y para que ello ocurriera, nos explica Rojas, hubo que condenar a la República Cubana entera, presentando el período que va de 1901 a 1959 como una neblinosa Edad Media que, en esa versión, no habría sido ninguna otra cosa que un títere sometido a los antojos y los caprichos del imperio.
La longevidad de la dictadura, lo mismo que su hipnótico predicamento en Occidente, no se explica sino en la medida de su cercanía geográfica de la democracia imperial que ganó las batallas decisivas del siglo XX. Pero la historia de Cuba, antes y durante (y acaso después) del cautiverio comunista, tiene que ser también, como se propone en Tumbas sin sosiego, la genealogía del nacionalismo isleño, de ese malestar de la cultura cubana expresado en la supuesta ausencia de mitos fundadores y en el desdén precoz, marcado por el aburrimiento parnasiano, de la vida democrática, vertientes que Rojas analiza de manera descarnada y melancólica. No podía ser de otra manera en quien pertenece, como Rojas, a la generación que abandonó el mito de la revolución traicionada, asumiendo que en Cuba habrán pasado muchas cosas del orden endógeno, pero lo que se escenificó fue esencialmente uno de los últimos capítulos de la cruzada antiliberal que empezó en Rusia en el invierno de 1917.
Si la Revolución se construyó a sí misma pintando un cuadro horrendo del primer medio siglo de vida independiente cubana, Rojas invierte el método y muestra, con unas artes que sorprenden a quienes no hemos tenido otra imagen metahistórica de Cuba que la diseñada por el castrismo, la riqueza y la variedad de aquella capital antillana de nuestro mediterráneo. Para quienes nacimos después del 1 de enero de 1959 (y entre ellos se cuenta, lo cual explica muchas cosas, el propio Rojas, nacido en 1965), aquel mundo cubano era cosa de fantasía, una genial invención lingüística de Cabrera Infante, un rumor, en fin, un tanto equívoco, asociado a figuras que en Tumbas sin sosiego ganan un nuevo peso más allá del canon que suele incluir, falsificándola un poco o un mucho, a la revista Orígenes y a sus fundadores, primero censurados y luego rehabilitados por la dictadura. Todo escritor necesita, para decirlo con Lezama Lima, una era imaginaria que lo libere de la esclavitud del tiempo, y en ese sentido, cabrerainfantiano, Rojas honra la vida intelectual de Cuba durante la última década de la República, como ese pasado absoluto o tiempo perdido sin el cual no se tiene energías para vivir en el exilio o para litigar, haciendo literatura, en el fuero interno.
Haciendo la topografía de la Cuba revolucionaria, Rojas detecta, a lo largo de los años sesenta, las grandes polémicas junto a las tendencias políticas que pelearon por el poder cultural, por la Casa de las Américas, la Unión de Escritores y Artistas y el Ministerio de Cultura, posiciones cuya importancia para la izquierda internacional es actualmente difícil de describir. El mapa desplegado en Tumbas sin sosiego permite seguir, desde la polémica entre Virgilio Piñera con Fernández Retamar sobre el tema capital, el compromiso político, hasta la beligerancia de los marxistas heterodoxos (de la que acabaría por salir el novelista Jesús Díaz, uno de los maestros de Rojas) contra los viejos comunistas (Juan Marinello, Nicolás Guillén). Quienes acabaron por ganar la partida fueron los nacionalistas revolucionarios, entre los que se contó, hasta su ruptura en 1971, el audaz Carlos Franqui. Fueron estos últimos, concluye Rojas, los ideólogos que, tras el colapso soviético, limaron la constitución estalinista de 1976 y dotaron al régimen de una legitimidad inspirada en el nacionalismo.
Tumbas sin sosiego también puede leerse como la crónica de una “revuelta bibliográfica”, la afortunada expresión que Rojas tomó de F.X. Guerra –y que yo cambiaría por la de “revuelta hemerográfica”. Como en pocos, en Tumbas sin sosiego se demuestra aquello de que la historia de una literatura se encuentra en sus periódicos y en sus revistas, de tal forma que Cuba no sólo es Orígenes, sino (y cito en desorden) Revista de Avance, Bohemia, Lunes de Revolución, Ciclón, El caimán barbudo o Pensamiento crítico, las líneas de la mano que Rojas va leyendo en busca no sólo del pasado, sino del destino de la inteligencia cubana.
Causa asombro, perplejidad y envidia, y así me lo decía la otra tarde un amigo, la importancia que los cubanos le dan –lo mismo en la diáspora que en La Habana, en Lezama Lima que en Vitier, en Fernández Retamar que en Sarduy, en Rojas que en sus adversarios– a su tradición literaria, a la cubanía o a la cubanidad. Y me permito, dado que en México y en Cuba choteo quiere decir la misma cosa, decir que me entero, leyendo Tumbas sin sosiego, de que hubo un homo cubensis, a cuya postulación arqueológica se opuso el escritor y etnólogo Fernando Ortiz. Pero hacen bien los cubanos afanándose en esos cuidados, pues, como le ocurre a los rusos, tienen una literatura no sólo extraordinaria sino mesurable. El número de los grandes escritores cubanos es el mismo que el los apóstoles, con la democrática ventaja de que cada lector puede sumar o restar nombres a la lista: Martí, Casal, Lezama Lima, Carpentier, Vitier, Lydia Cabrera, Fernando Ortiz, Cabrera Infante, Sarduy, Piñera, Eliseo Diego, Arenas…
Pero algo falta (o más bien algo le sobra) a Tumbas sin sosiego para ser incluido sin vacilación en la jerarquía de los modernos ensayos cubanos de los que es crítica, comentario y continuación. Me refiero a las páginas de Rojas que muestran mala escritura, mala escritura académica, como en la página 416, segundo párrafo, donde, para decir que algunos escritores de Miami ya no se sienten exiliados, Rojas recurre a extravagancias como “subjetividad nómada”, “localización bicultural” o “noción radicalmente traslaticia”.
Tumbas sin sosiego tiene páginas notabílisimas, realmente ejemplares, como las dedicadas a Vitier (vaya forma de meterse a la trastienda de un nacido dos veces), a Cabrera Infante o al “checoslovaco” Heberto Padilla, edificadas como verdaderos cenotafios, memoriales, sitios a los cuales el lector seguirá peregrinando. Pero la alusión funeraria, a la Connolly, del título no debe llamar a engaño: una buena mitad del libro está dedicada a los escritores contemporáneos, los que viven en la isla y han tenido, en el pasado recentísimo, a un símbolo en Raúl Rivero, igual que a la diáspora, donde se cuentan poetas como José Kozer y Orlando González Esteva, y algunos otros más jóvenes, ya sean miembros de la generación del Mariel, víctimas del período especial o beneficiarios del exilio de baja intensidad. Es cierto que, acercándonos al presente, los historiadores de la literatura aflojamos el paso, más de grado que por fuerza, y disminuimos la tensión crítica al juzgar a nuestros contemporáneos, actividad que, con frecuencia, es una licencia mañosa que autoriza el autorretrato. Algo parecido le ocurrió al español Jordi Gracia, ganador hace dos años del mismo Premio Anagrama de Ensayo que Rojas acaba de obtener y cuyo libro sobre la literatura bajo el franquismo (La resistencia silenciosa, 2004) complementa, generacionalmente, Tumbas sin sosiego.
Cuba es, para sus escritores, una divinidad cuya circunferencia está en todas partes. Rojas asume esa obsesión, no sé si monomaníaca o islomaníaca, a veces tan exasperante, que los cubanos tienen cuando hablan de lo cubano, y hace una historia intelectual que tiene otra virtud: ensanchar el tránsito con tierra firme, permitiendo, por ejemplo, que los libros de Jorge Mañach, el autor de Indagación del choteo (1928), dialoguen –disminuyendo, al menos, mi ignorancia– con los de Samuel Ramos, Octavio Paz o Ezequiel Martínez Estrada. Rojas, con Tumbas sin sosiego como con la revista Encuentro de la Cultura Cubana, es un protagonista decidido a que el intelectual cubano, con su tragedia y su disidencia, retome su lugar en el dominio de la lengua, pues la dictadura, pese a su juvenil internacionalismo guerrillero, pretendió amputar a Cuba de la cultura hispanoamericana, recurriendo, una y otra vez, a la explotación de la insularidad nacionalista.
No sé mucho de la vida intelectual de Rojas antes de su llegada a México, pero hemos leído los mismos libros y eso es mirarse en el espejo, descubriendo el rostro propio a través de las muecas y de las sonrisas de quienes admiramos, ya sean Cyril Connolly, Claudio Magris, George Steiner o María Zambrano. Pero lo que más me conmovió de Tumbas sin sosiego es la obsesión del autor, que me devuelve a la noche del 1 de diciembre de 2002 en Guadalajara, por “la urbanidad de los intercambios” y por “el canon cívico de la decencia”, es decir, por las virtudes civilizatorias de la discusión honda, respetuosa y cortés que caracterizó a los intelectuales, comunistas, católicos o liberales que habitaron aquella República Cubana del medio siglo que Rafael Rojas ha descubierto, como un continente perdido, en el horizonte. ~
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