Sindo Pacheco
Foto: Angel Luis Martínez Acosta
Especial para Cubanos sin Fronteras
El sexto día la radio nos trajo noticias halagüeñas. El Río Alegre zarparía con espesos víveres y un personal cualificado en auxilios de altura. Me llené de aire los pulmones y sentí que el mundo se arreglaba en aquel bote ingobernable. Todo pasaría al almacén de los recuerdos, recuerdo azul de innumerables azules, de tan azul que era todo, hasta nosotros; pero poco a poco Viviana iba recuperando su mutismo de ave negra. El tiempo a la deriva y el salitre había logrado extraerle un lenguaje lacerante y mordaz. Me llamó tonto e iluso, y se dejó caer sobre la popa. Allí pasaba ella luengas horas, ausente e impropia, quebrando la unidad donde giraban los niños.
Ahora venían hacia ella y hacia mí, incapaces aún de acomodarse a la ruptura como dos sueños perdidos.
Cuando por fin logré la comunicación, el mar se estremecía de ondulantes crestas, y el miedo estaba allí en el centro más visible del silencio. Se había suspendido la partida, pero en cuanto hubiera combustible…, Viviana me impidió captar el final del mensaje, con varios epítetos que hirieron en lo más hondo mi amor propio. Ella no creía en el rescate, ni pretendía siquiera arrastrarme a su propio escepticismo.
Al día siguiente divisamos la primera embarcación. Era tan similar a la nuestra, que sentí la irrealidad de contemplar un gran espejo; aunque nuestros iguales —pescadores de torsos desnudos y fornidos— desmentían aquellos devaneos de la óptica. Provenían de la ínsula enemiga, pero se mostraron solidarios de nuestra contingencia, que se tradujo en sedales y otras artes de pesca...
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