Emilio Gancedo 02/06/2013
José Luis Martínez Martínez / Ramiro
No es frecuente toparse con gente que haya encontrado su lugar en el mundo, encajando en el paisaje y el paisanaje como tornillo en tuerca. Tampoco que conozca —o al menos intuya, a fuerza de mucho leer y mucho vivir—, el sentido último de la existencia. Pero a veces llegan. Y una de esas personas es José Luis Martínez, cubano afincado en León, inmenso músico que toca todos los palos latinos y cuya veteranía artística, talento natural pero cincelado a base de doblar bien el lomo, podemos escuchar de miércoles a sábado, por las noches, en La Lola y en el restaurante cubano El Compay.
Pasó una infancia humildísima en el barrio habanero de Cocosolo, donde nació en 1940, a orillas de un torrente que en cada crecida inundaba el pequeño bohío; tres hermanos a cargo de la madre, marido no había, la abandonó en el momento de mayor necesidad. Vivían, literalmente, debajo del puente, y en parte salían adelante gracias a la caridad de un policía negro cuya casa estaba arriba y les tiraba al patio, de vez en cuando, unos pocos tamales de maíz. Como el resto de la chavalería, José Luis se pasaba el día entero en la calle con sus compadres, bailando temas del rock presleyano que entonces pegaba tan fuerte, tocando guitarra de puro ritmo natural caribeño y haciendo pequeños trabajos cuando cuadraba.
Debía ser tan sugestiva e hipnótica su cadencia que le fueron a buscar a la propia plaza para empezar a tocar con grupos y orquestillas, y uno de los primeros fue el trío ‘D. Ud.’, con Raúl Garay, nieto del célebre Sindo, rey de la trova; y después llegarían la Orquesta Los Van Van y la Orquesta Revé, presentes con letra mayúscula en todos los libros de música cubana: con ellas apareció en televisión, tocó por toda la isla y empezó a salir fuera, a los países de la órbita comunista, claro está, y en la fría Rusia y en la lejana China escucharon sus cálidos sones, mambos y guarachas. Guitarra y voz, actuó delante del mismísimo Mao Tse-Tung ya prácticamente embalsamado («paresía muelto», susurra José Luis con su acento tropical que nunca le abandona, como el puro y la sonrisa). Y más tarde abarcaría medio mundo, sólo en Dubai les contrataron un año entero...
Cuando la fallida invasión de Bahía de Cochinos le hirieron en una pierna y lo condecoraron, hasta quisieron enviarle a Alemania para que estudiara y ascendiera en el escalafón militar, pero él solo quería tocar... y aprender. Trabajaba de noche en la planta de hielo de la cervecería Tropical, donde por dos veces recibió arengas y cambios laborales (algunos poco afortunados, juzga) del propio Che Guevara, y por el día estudiaba en la universidad guitarra clásica, armonía, composición... acabando por ser maestro de maestros («yo estudio como si no fuera a morir nunca y vivo como si me fuera a morir mañana»).
Con el mayor de los secretos fue llevado en dos ocasiones hasta una lujosa residencia donde apareció Raúl Castro, el hoy presidente de Cuba: cenaron como reyes, bebieron y le tocaron unos cuantos temas (requirió el Mambí más de diez veces).
Conoció a los grandes de la música cubana del momento (de Bola de Nieve a Juan Formell pasando por César Portillo) y tocó en los más granados escenarios (Tropicana, o las orquestas del Hotel Nacional y el Hotel Habana Libre), pero el desencanto político y la llegada de un joven músico llamado Manuel Quijano, que llegó a Cuba a mediados de los noventa buscando artistas para llevarlos a tocar por toda España con campamento base en el mítico Mambolero —eso, y el amor con una leonesa— acabó por trasplantarlo a estas tierras. Es gran arreglista, pues muñó gran parte del sonido de aquel primer disco de los Café Quijano, familia a la que le une inmensa amistad y gratitud; y un lector avidísimo de filosofía, de Platón y Aristóteles a Schopenhauer. ¿Conclusión, José Luis, después de tanta vida y tanta letra? «El pasado ya pasó. El futuro son las mismas cosas con otros nombres. La única verdad es este momento. Aprovéchalo».
Tomado de: Diario de Leon
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