lunes, 19 de junio de 2006

CON OJOS DE LECTOR

Son esas las tres marcas principales del personaje protagónico de 'El horizonte de mi piel', la novela autobiográfica de Emilio Bejel.

Carlos Espinosa Domínguez, Nueva Jersey

lunes 19 de junio de 2006 6:00:00

En las palabras que se reproducen en la contraportada de El horizonte de mi piel (Editorial Aduana Vieja, Cádiz, 2005) se definen las tres marcas principales de su personaje protagónico: es cubano, exiliado y homosexual. Es, pienso, un modo atinado de resumir los hechos esenciales que conforman la trayectoria vital que Emilio Bejel (Manzanillo, 1944) narra en esta novela autobiográfica, que en realidad participa más del segundo género literario que del primero.

En todo caso, al apuntar esto último quiero decir que El horizonte de mi piel no participa de lo novelesco en la misma medida en que lo hace Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, obra a la cual algunos niegan su condición de memorias, debido a que no siempre se atiene a los hechos reales y a que alcanza en muchos momentos las proporciones delirantes de la ficción en estado puro. Bejel, sin embargo, tampoco ha querido redactar una obra autobiográfica al estilo tradicional, como lo puede ser Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Para ello, se vale precisamente de un tratamiento del material y de unos recursos literarios que remiten de modo inequívoco a la narrativa. Hay además en las primeras páginas del libro una dedicatoria que conviene atender: "A todos los personajes, reales o ficticios de esta narración".

El horizonte de mi piel está construido a partir de capítulos o segmentos más o menos breves (la extensión promedio es de cuatro páginas) que tienen entidad en sí mismos, pero que a la vez van armando un hilo argumental similar al de las novelas. A través de éste seguimos la trayectoria vital del narrador/ protagonista, desde su niñez en Manzanillo hasta algunas décadas después, cuando acepta un puesto como profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Colorado en Boulder. Pero al igual que ocurre en tantas obras de ficción, los hechos no siempre se atienen a la linealidad cronológica: en algunas ocasiones el narrador vuelve atrás en el tiempo o bien adelanta sucesos que tendrán lugar después. Están, por otro lado, los siete poemas que se incorporan al texto, y que se refieren, desde otra perspectiva, a personas de las cuales se habló en ese mismo segmento. Asimismo está el sueño con Ava Gardner que se cuenta casi al final del libro. En fin, son algunas —existen otras— de las estrategias literarias empleadas por Bejel.

Pero al lado de esos artificios tan legítimos, El horizonte de mi piel acumula una considerable cantidad de elementos que invitan a que se le lea como algo más que una obra de ficción, a la que no cabe aplicar aquello de que "cualquier parecido con personajes y hechos reales es pura coincidencia". No es posible pasar por alto que el narrador/ protagonista se identifica como Emilio Bejel, ni que lo que cuenta coincide con bastante exactitud con las vivencias del autor. Están además las noticias de los periódicos que se reproducen, y en las cuales se puede seguir un incidente real que se suscitó alrededor de la concesión de la permanencia a Bejel cuando era profesor en la Universidad de la Florida. Insisto sobre este aspecto porque, a mi juicio, es precisamente en el cual el libro consigue sus valores más significativos, sin que con ello desmerezca sus méritos literarios.

En un contexto como el nuestro, una obra como El horizonte de mi piel resulta además especialmente saludable en el doble sentido del término, es decir, sana y cuya salida es digna de ser saludada. En Cuba, y en general en toda la literatura en lengua española, escasean los libros autobiográficos, los deslindes de la intimidad. Como he expresado en otra ocasión, los autores prefieren imitar al calamar y arrojar tinta para borrar sus huellas. A este desértico panorama, Bejel viene a aportar un ejercicio de memoria, en el que rememora su existencia con fruición, mirada serena, suave humor y honestidad.

Los primeros capítulos corresponden a los recuerdos de la infancia en Manzanillo del narrador, cuya familia pertenecía a la clase media. Al triunfar la revolución, le tocó ser testigo y partícipe de las divisiones que empezaron a crearse dentro de muchas familias cubanas. Su mamá y su madrina simpatizaban con el nuevo gobierno, aunque también eran muy católicas; algunos de sus primos y tías eran "fidelistas", pero no comulgaban con la religión. El narrador participaba de ambos bandos, mas cuando llegó el momento de tomar partido por uno, expresa que se encontraba "más del lado de la iglesia que del gobierno". De aquellos primeros años recuerda con horror los juicios y fusilamientos transmitidos por la televisión. "Tanto mi familia como yo todos éramos antibatistianos furiosos, comenta, pero no estábamos preparados para aquella carnicería". Y señala que su toma de posición al lado de la iglesia acaso tuvo que ver con "estos fusilamientos y otros abusos que comenzaron muy temprano una vez que la revolución arribó al poder".

Se aleja del catolicismo y descubre su sexualidad

Aunque al salir hacia Estados Unidos tenía ya dieciocho años, es aquí donde empieza su verdadera etapa de formación. En ésta, el narrador protagonista va descubriendo y delineando su personalidad, sobre todo en lo relacionado con los criterios políticos y la sexualidad. Hijo único de una mujer divorciada, había vivido hasta entonces sin preocuparse de cómo se gana el dinero. Él mismo se describe como "un niño mimado por no decir malcriadísimo". Al llegar a Miami, tuvo que aprender a administrar los sesenta dólares mensuales que le daba el gobierno. Y ante la imposibilidad de subsistir con tan escasos recursos, se vio obligado además a buscar por primera vez empleo.

El inicio de los estudios universitarios contribuyó a que comenzara a cambiar sus ideas sobre cuestiones como la religión. La lectura de filósofos como Sartre, Unamuno, Hegel, Kierkegaard y Schpenhauer lo fueron alejando de las concepciones inculcadas por el catolicismo, hasta casi convertirlo en ateo. Por otro lado, su postura ante la guerra de Vietnam se modificó, y a medida que avanzaba el conflicto fue radicalizándose, y de manera tangencial participó en actividades estudiantiles para protestar contra lo que consideraba una monstruosidad.

Para mediados de los años setenta, su visión de la realidad cubana también había cambiado. Aunque rechazaba la falta de libertades civiles, le impresionaba positivamente el que los cubanos contaran con escuelas y asistencia médica gratuita, que las diferencias sociales se hubieran reducido, que existieran leyes que condenaban el racismo. A través de Lourdes Casal se vincula al Grupo Areíto, y se convierte en un miembro activo en "la causa por mejorar las relaciones entre los cubanos de la isla y los del exilio". Viaja con el colectivo a Cuba, se reencuentra con su familia, y en los años siguientes regresa en varias ocasiones. Una de ellas coincide con el éxodo masivo posterior a los sucesos de la Embajada de Perú, período durante el cual afloraron de nuevo las tendencias homofóbicas más extremas. Lo que entonces vio lo hace anotar que esa vez se sintió "mucho más americano que cubano".

El otro aspecto que se va definiendo a lo largo del libro es el de la sexualidad del protagonista. Su atracción por las personas de su mismo sexo se manifiesta ya desde la adolescencia. Recuerda que durante la lucha contra Batista, su Madrina ocultó a un rebelde herido. Al narrador le pareció "el hombre más bello y sexy del mundo", y cuando su novia fue a visitarlo sintió unos "celos enardecidos" que no se supo explicar. Durante varios años luchó con aquel sentimiento y las dudas no dejaban de asaltarlo: "¿Seré yo maricón?". La universidad también lo ayudó a aceptar su homosexualidad y a salir del armario. Descubrió allí que varios de sus compañeros eran abiertamente gays, y aquello le pareció fascinante. Por mediación de un amigo comenzó a visitar después los sitios nocturnos de Nueva York, y con la sinceridad con que aborda este y otros temas, confiesa que en los primeros años de los setenta llevó "una vida extremadamente promiscua". En el capítulo final cuenta que al mudarse a Boulder en 1991 conoció a su pareja actual. A esta relación, sin embargo, le dedica sólo unas líneas y explica por qué: "Pienso que no debo contar nuestra vida porque de tan buena puede parecer aburrida, aunque no lo es".

Acerca de este último punto, pienso que resulta pertinente destacar que El horizonte de mi piel no incurre en la imagen canonizada del homosexual como personaje maldito (Marlowe, Genet, Fassbinder, Pasolini, Arenas), ni en la de las "parejas ideales" de la mitología gay, dos aspectos que como bien señaló Terenci Moix han perpetuado, sin pretenderlo, la idea de lo excepcional. Bejel tampoco utiliza el libro para ejercer la militancia ni hacer labor de proselitismo. Para él su escritura significa un modo de trazar su autodescubrimiento, su trayecto formativo. Y aunque lo que realiza es, ante todo, un itinerario hacia el fondo de sí mismo, no puede escapar a las circunstancias orteguianas. Su historia personal se articula así a la de los dos países en donde ha vivido, lo cual le da matices de retrato generacional.

Eso no me hace olvidar, sin embargo, la perspectiva singular que le da al libro el hecho de referirse a las vivencias de un exiliado cubano que ha asumido su homosexualidad y cuyos criterios políticos además resultan discordantes en el discurso que domina en la diáspora. Algo que como se relata en El horizonte de mi piel le ocasionó al narrador algunos problemas. El más grave fue la oposición de un grupo de estudiantes de la Universidad de la Florida a que se le otorgara la permanencia como profesor, bajo el argumento de que era un izquierdista que apoyaba al régimen cubano. Ese incidente, por cierto, es contado con objetividad e inteligencia. Bejel no da cabida a los descalificativos, la maledicencia o el resentimiento. Aparte de dedicarle un capítulo, reproduce los artículos publicados en la prensa local, permite a éstos hablar por sí solos, y de ese modo deja que sea el lector quien valore los hechos y determine de qué lado estuvo la razón.

Quiero anotar, por último, que pese a haber sido escrito por un profesor y ensayista a quien se deben obras tan imprescindibles como Gay Cuban Nation, el libro objeto de esta reseña no es solemne ni petulante. Todo lo contrario, al novelar su existencia Emilio Bejel ha apostado por la sencillez confesional, la claridad estilística, la tersura comunicativa. Emplea también un humor que contagia pero no hiere, y que le sirve para humanizar y desacralizar al narrador/ protagonista. Y en resumen, quienes busquen un texto cercano y cálido tienen en El horizonte de mi piel una opción muy recomendable.


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