La cuarta jornada del congreso Surrealismo Siglo 21, que organizan la Viceconsejería de Cultura y la Universidad de La Laguna, tuvo como ponentes al pintor Jorge Camacho, que relató cómo llegó al surrealismo y la manera en que se relacionó con sus mayores cultivadores en París; Fernando Castro, que desgranó la influencia del humor y la metamorfosis en la obra de Óscar Domínguez, y José Pardo, que adscribió al surrealismo "a la tradición más poderosa de nuestra cultura, aquella que ha hecho de las relaciones entre poesía e historia uno de sus fundamentos de reflexión más relevantes y continuos".
El cubano Jorge Camacho recordó el modo en que, en La Habana de los años cincuenta, comenzó a interesarse por el movimiento surrealista, a través de la lectura de revistas y de los libros de Breton, Éluard o Péret, pero que lo determinante para decidirse por su vocación de pintor fue "la obra y la vida de Paul Gauguin", del que siempre ha pensado que fue "un surrealista en el color".
Sentó, además, su posición acerca de la enseñanza de las Bellas Artes, cuando hizo referencia a su decisión "de no ingresar en la Escuela de Bellas Artes de La Habana" y afrontar su aprendizaje de forma independiente: "Pensaba entonces y pienso aún que la mejor manera de progresar en el conocimiento del arte es observando y estudiando la obra de los grandes maestros. Esta convicción me llevó a emprender varios viajes al extranjero".
Ya fuera de Cuba, su primera escala fue el México de los muralistas, que por entonces gozaban de un gran prestigio en el mundo y una formidable influencia en el país, pero que a él sólo le produjeron desencanto: "Mi decepción al ver este arte extremadamente politizado fue grande. Pero sería aún mayor al saber, más tarde, que Siqueiros, un estalinista convencido, desarrollaba actividades policíacas y que incluso llegó a intervenir en uno de los atentados contra la vida de Trotsky. Por fortuna, encontré a otros pintores, como Rufino Tamayo y Carlos Mérida, que sufrían cierta marginación por su enfrentamiento con los muralistas y que me impresionaron vivamente".
La figura de Diego Rivera no evoca, en consecuencia, los mejores momentos de su crecimiento como artista: "Mi visita a Rivera fue breve y sin mayores consecuencias. El maestro -acentuó el tono irónico con que empleaba esta palabra- estaba, en esos momentos, pintando uno de sus cuadros murales más espantosos, sobre un problema político de Guatemala".
Su contacto in situ con el surrealismo -"el movimiento intelectual y poético más importante del siglo XX", según su definición- se produjo cuando en París tuvo "el inmenso placer" de conocer a André Breton, quien le animó a sumarse a las actividades de su grupo, algo que representó para su recorrido estético "el comienzo de una nueva vida artística e intelectual".
A años de aquello, Camacho ve al movimiento encabezado por Breton como influyente en todo, hasta en órbitas de "la vida social, como la publicidad y la moda". En un momento, se detuvo para marcar que la expresión "surrealista" se usa "hasta el abuso, para calificar situaciones macabras o insólitas", algo que "con frecuencia, hacen los políticos y periodistas de limitada cultura". "Dicho de otro modo, todo el mundo habla del surrealismo, pero son muy pocos los que lo comprenden", afirmó.
El automatismo, que junto con el poder del sueño y del subconsciente son los dos rasgos fundamentales del surrealismo según Breton, produjo pintores "como el chileno Roberto Matta, uno de los pocos en utilizar el automatismo de forma tan libre y espontánea". Es entre esos pocos que Camacho situó a Óscar Domínguez, que "valiéndose de las decalcomanías que inventó en 1935, llegó a hacer obras de un automatismo casi puro".
Fernando Castro, catedrático de Historia del Arte Contemporáneo de la Universidad de La Laguna, citó como determinantes en la producción iconográfica de Domínguez "cinco categorías estéticas que reflejan el modo surrealista de concebir la vida". Ellas son "el deseo, la muerte, el juego, el azar y el humor".
Los surrealistas, "como oráculos de un mundo regido por el poder incondicionado del deseo", trabajan las imágenes de su pintura para "dislocar" la realidad a través de "la intervención revolucionaria del humor". Aquí encuentra Castro Borrego el eje medular de la poética de Domínguez, "un eje que recorre sus múltiples etapas y dota a sus creaciones de un sentido unitario que va más allá de las relaciones formales o las estrategias icónicas, un concepto de representación que supone la negación de la realidad como algo dado".
Así, cuando Breton comenzó a pensar, en 1946, que la pintura estaba volviendo "a la senda manida de la imitación del mundo exterior" -el rechazo al realismo era para él "un mandamiento moral que el surrealismo tenía que acatar"-, al deplorar la desviación de muchos antiguos camaradas que habían vulnerado este mandamiento, hizo una distinción. "Quiero hacer una excepción resonante en favor de Brauner y Hérold y otra en favor de Domínguez", dijo. Para el catedrático de La Laguna, "Domínguez no se había pasado a las filas del realismo, ni había hecho concesiones a lo que Breton llamaba el misticismo-estafa del bodegón".
Tras la Segunda Guerra Mundial, Domínguez se acercó "a Paul Éluard y a Pablo Picasso, dos comunistas", que, en el caso del primero, "había abandonado la disciplina surrealista para comprometerse plenamente con las tesis oficiales y el realismo socialista preconizado desde Moscú", lo que le enfrentaba al surrealismo, "que mantuvo su indeclinable defensa de la libertad creativa".
La relación entre Domínguez y Picasso no deja de ser un juego de admiración y oposición a la vez, en el que el malagueño representaba una "nefasta influencia" en palabras de Breton, por su "enamoramiento de la realidad, aunque fuese para someterla a crueles deformaciones". Si bien Castro Borrego indica que Domínguez "cayó en sus redes", su obra creativa a partir de 1945 "no fue sino una forma de resistir a Picasso, donde el humor y las metamorfosis tienen un papel clave".