By ALFREDO TRIFF
Especial/El Nuevo Herald
La muestra La comedia humana del pintor cubanoamericano Arturo Rodríguez, en el Museo Bass de Miami Beach, es un convite para los amantes de la buena pintura. Rodríguez ha sembrado un recorrido artístico exitoso en numerosas exhibiciones personales, colectivas y una obra incluida en colecciones como la del Museo Metropolitano de New York, el Lowe y el Frost de Miami, entre otros.
El título de la muestra juega un poco con la idea de resumir aspectos de la naturaleza humana, que Balzac soñó con fundir en una obra única. Rodríguez debe saber que, en algún momento, el gordo genial se dio cuenta que era demasiado y renunció a ello. Por eso el artista vuelve a bregar con lo que siempre ha hecho: exponer la cambiante existencia humana.
Para comprender mejor la comedia hay que hacer un poco de historia. La obra pictórica de Rodríguez destapa en los 80. Una pintura de vivos colores, de un realismo muy personal que recuerda la obra del Max Beckman temprano, o el ruso Chagall. La temática preferida de Rodríguez es el destierro y el semblante triste de la vida doméstica. Algo eremita, Arturo es astuto observador de la vida hogareña que Wilde una vez, refiriéndose al dramaturgo Ibsen, describiera como ``doble borde de placidez y hastío''.
El aspecto más original del arte de Rodríguez en los 20 años que van del 80 al 2000, es la trasgresión espacial en función de la trama narrativa. Hay una marcada influencia de Chagall, pero a diferencia del maestro ruso, Rodríguez no busca un simbolismo. Más bien se trata de una superposición de memorias simultáneas: Lo que fue o lo que pudo ser, lo que es y lo que sería.
Apuntalado por una perspectiva de tres puntos (también llamada ``en fuga''), Rodríguez sustenta al menos tres etapas de un desenlace. Son puntos de vista que entretejen un montaje extraño, salido de la hipótesis de los mundos paralelos de un Sydney Shoemaker. En medio de esa oscilación temporal, los personajes de Rodríguez parecieran flotar. Malinterpretada por muchos como nave, esta atmósfera --más bien perpleja y taciturna--está suspendida en un adluego enigmático.
A principios del 2000 la pintura de Rodríguez se torna monocromática, más desamparada y ausente. Su variedad narrativa se reduce a interiores blancuzcos donde la pareja se esfuma en el olvido. Es el momento desolador y más nihilista de su pintura. Es, en una palabra, el insilio.
Entonces el artista buscó inspiración en la escultura, con una serie de estatuillas que exhibiera en la galería Elite Fine Arts. Rodríguez indagaba en la poesía de Rainer María Rilke, en sus Elegías del Duino. La vida del pintor se avenía a la segunda elegía: ``Nosotros, siempre que sentimos nos evaporamos... nos exhalamos... nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada vez más débil''.
El filósofo Peter Sloterdijk ha dicho que la música, más que ningún otro arte, es capaz de comunicar humor. No hay más que ir a su casa para constatar que Arturo Rodríguez vive casi sepultado bajo el peso de la música. Por esos años entre el 2000 y el 2003 el pintor oye de todo, pero en particular le llega la sensualidad del flamenco, la nostalgia del fado, el pulso del jazz y la música Afro-Cubana: las bulerías de Camarón, los melismas de Amelia Rodríguez y Tété Alhino, al canto jondo de Morente, la delicadeza de Bill Evans y la vibra de Beny Moré. Ese reino abstracto de la música es ideal energía potencial y acicate de influencias.
Rodríguez da cabida a maestros del género del cómic como Basil Wolverton, Jack Cole, Crumb y el genial actor y grabador japonés Sharaku. De los primeros sale una propensión a la chispa; del nipón, una predilección por el mapamundi eterno de la cara humana. Ingredientes todos que nos llevan al entremés agridulce que Rodríguez nos sirve.
La dilatación consabida de los puntos en fuga desaparece. El pintor se concentra en la figura misma, en su verdad: El rostro es el espejo del alma. Siguiendo un aparente retratismo convencional, Arturo aprieta la tuerca. Vuelve el color y en algunos cuadros --acaso por primera vez-- el viso de una pelma sonrisa.
En la comedia del Bass hay obras excelentes como Niño en rojo. El chico juega con un avión de juguete. Su carota cubre todo el cuadro, mientras la nariz se retuerce y la mano derecha descansa sobre su tabique, cerca del ojo que parece navegar a estribor. El trabajador es un autorretrato en que el perfil grave de Rodríguez irrumpe en la parte superior de la tela, mientras la oreja derecha queda colgando como si escuchara --imagino-- a un gitano del jazz como Django Reinhardt.
El mesero nos presenta a un hombre con saco blanco y corbata azul, sentado sobre una silla de madera contra un fondo oscuro. La cabezota del fulano se comprime junto a las sienes y parece ponderar ''Y yo ¿qué hago aquí?''. En El abogado vemos al profesional acomodado sobre un sillón moderno, vistiendo camisa de mangas largas, tirantes y lacito carmesí. Nos mira con sus ojos abultados, pero sus labios delatan un humor íntimo y mayúsculo. Ambos son retratos oscultatorios de la psiquis.
Ese anterior desfile de personajes tipo compone la comedia diaria del artista. Más aún, Rodríguez se divierte reinterpretando a maestros de la historia de la pintura que admira: En La bailarina, le sigue el paso a Degas, en Madame X a John Singer Sargent. El bañista es una parodia de Cezanne, y El lector de Balthus.
Está claro que el pintor ha descubierto un tremendo caudal en la distorsión encefálica. Pero ¿qué queda por hacer después de piezas tan expresivas como Hombre con espejuelos, La actriz, Cabeza 1 y Cabeza 2? Son por así decirlo el límite de la posibilidad que le ofrece la forma.
No especularé sobre un próximo capítulo, cuando inevitablemente esa distorsión llegue al paisaje y las cosas --algo que Rodríguez hasta ahora evita. Lo importante es el salto; el resto es parte del riesgo inevitable de estar vivo y jugar con candela.
'La Comedia humana', hasta el 6 de agosto en el Bass Museum (Henri and Flore Lesieur Pavillion), 2121 Park Avenue (entre la 21 y la 22 calle), Miami Beach, (305) 673-7530, http://www.bassmuseum.org