miércoles, 14 de diciembre de 2005

Posted on Sun, Dec. 11, 2005
By GERMAN GUERRA

El Nuevo Herald

Nacer en una isla colmada de desastres y esperanzas, y que esa isla tenga por añadidura el nombre de Cuba, es para todo aludido, por nacimiento natural o por adopción, un orgullo y un pesado fardo que se lleva a cuestas por cualquier rincón del mundo. Nacer en la provincia de Oriente, en la ciudad de Bayamo --la de todos los incendios-- un día primero de enero de 1958, ser un año mayor que la utopía y llevar por nombre el de Ramón Fernández-Larrea, puede ser muy buen augurio o tremenda salación.

Buen Augurio y Salación iban de la mano --como siempre van-- formando casi un sólo cuerpo, que es el cuerpo de la musa del arte, el día que se encontraron al niño Ramoncito y le insuflaron en el pecho la vocación de ser poeta, y a partir de ese momento al niño se le dañó la inocencia.

Quien decida ser poeta a golpe de voluntad y lecturas, acaba siendo un mal poeta o a mucho dar un poeta menor. La poesía es quien escoge al decidor, y el escogido dirá, en verbo y verso, las verdades que le dicten las voces de la poesía cuando ésta lo estime. Verdades comunes y terribles que lastran y estrujan la existencia del hombre, para que sean puestas en blanco y negro por la lengua del poeta.

Ramón, que una parte de su tiempo vital la ha consumido y consume disfrazado de humorista, con ese humor negro, elegante y de denuncia con el que hizo crecer su ya mítico programa de radio en La Habana de los años 80, y con el que ahora nos bombardea en unas interminables cartas a los personajes más disímiles de la cultura cubana; ha pactado y gastado el resto de sus horas en una inconsciente e insistente escritura poética que ha puesto su nombre entre los más selectos de la literatura cubana. Lugar que tiene bien ganado a golpe de cantar --insólito, insistente, insatisfecho--, de hurgar, de disentir, de fotografiar en cada uno de sus textos la soledad, la muerte, el miedo, el olvido y esa desesperanza que habita ya en el tamaño de su pueblo.

El libro de Fernández-Larrea que hoy nos ocupa es Nunca canté en Broadway: antología personal 1987-2001 (Linkgua, Barcelona, 2005), donde se recogen los textos más representativos de sus siete libros de poesía publicados hasta la fecha, desde El pasado del cielo en 1987 (Premio Nacional de Poesía Julián del Casal) hasta el Cantar del tigre ciego, publicado en el 2001.

En una entrevista concedida al periodista José Antonio Evora, el poeta recapitula su trabajo a la hora de dar cuerpo a la antología, contándonos que ``Releer los libros para hacer la selección fue un reencuentro amable con todo lo que he sido. No vi varios poetas, sino uno, en busca de distintas maneras de decir en cada momento lo que le amargaba o entristecía, lo digno de alabanza o denuesto. ... Creo que, aunque puedan faltar poemas --uno siempre extraña a cualquier hijo-- tuve mano dura y dejé los que creí daban mejor mi rostro. No me preocupé por equilibrismos de estilo, ni busqué los más logrados. La fórmula fue sencilla: puse los que he sentido siempre más rotundos, con temas sobre los cuales no he sentido la necesidad de volver de la misma manera''.

En el prólogo al libro, Alex Fleites --cubano por adopción-- nos comenta como participa ``de sus rebeliones sintácticas, de su sátira mordaz, de su oposición beligerante a todo orden preestablecido, de sus alucinaciones y de sus no pocas certezas, con el convencimiento y la alegría de quien se siente contemporáneo de una sensibilidad muy especial''.

Otros paisanos también han aventurado diversos comentarios sobre la obra del poeta. Jorge Luis Arcos ha dicho que ''su poesía ... subvirtió el retórico canon conversacional desde dentro, y anticipó la ruptura cosmovisiva de la actual poesía contemporánea cubana''. Y Emilio García Montiel apuntó que ``entendidos como médula de una transformación fundamental en las letras cubanas, una buena parte de los textos de Ramón Fernández-Larrea parecen comportarse como una espiral en cuyo centro están las dimensiones más concretas o radicales de ese estado de cambio''.

Ante tal osadía verbal y crítica, de Arcos a Montiel --que suena a viaje por el campo de España--, aventuro mi opinión sobre los textos de Ramón. Creo que estos poemas son piedras, esas piedras redondas que se encuentran a la orilla del camino y te invitan a tirar. Poemas que son piedras, difíciles de entrar, de partir en una primera lectura, sin puntos, sin mayúsculas, sin comas, sin pelos en la lengua y presentándonos cara de incoherencia y anarquía verbal. Poemas que hay que leer y aprehender lentamente, buscando en cada línea las pausas, las respiraciones del poeta y armando al paso los posibles versos que puede contener un solo verso, obligándonos siempre a una segunda lectura donde nos cae de golpe el peso del poema, donde el texto nos da una pedrada y abre sus caminos en la piel para quedarse latiendo en la memoria como una vieja cicatriz. Este poeta ha pasado su vida escribiendo piedras, piedra sobre piedra, y está jugando al duro.

En esa mitología de la literatura que se llama Borges, cuenta una leyenda que se le preguntó al argentino sobre lo esquivo del Nobel para con su persona y este respondió que ''no existía mayor gloria para un poeta que dejar un verso en la memoria de su pueblo''. Si a Fernández-Larrea le toca en el reparto final un trozo de esa gloria, uno de sus versos candidatos a esa memoria colectiva es este: Es difícil vivir sobre los puentes, línea que abre y cierra su Poema transitorio, y que nos repite lo que siempre hemos hecho y no habíamos querido entender: vivir de manera difícil, vivir caminando sobre todos los puentes, sobre un viejo puente hecho de piedras, minutos y poemas.

gguerra@elherald.com


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