miércoles, 26 de julio de 2006

Una muestra itinerante recoge 53 obras del fotógrafo cubano Abelardo Morell, radicado en Nueva York desde 1962.

Idalia Morejón, Sao Paulo

miércoles 26 de julio de 2006 6:00:00

No ha sido poco el asombro entre muchos cubanos por recién conocer, viviendo en Brasil, a un fotógrafo también cubano, que nació en 1948 y vive en Nueva York desde 1962. Esta fue la primera sensación que causó visitar, en la sala Paulo Figueiredo del Museu de Arte Moderno (MAM) de São Paulo, la exposición Visión Revelada: Selección de obras de Abelardo Morell.

En tournée durante casi todo 2006, Visión Revelada comenzó en Miami en enero, transitó por São Paulo entre el 11 de mayo y el 25 de junio, y a partir del 13 de julio los chilenos pueden visitarla en el Museo de Bellas Artes de Santiago. Luego, entre junio y noviembre de 2007, pasará una larga temporada entre México DF y Buenos Aires.

Acostumbrados a la figuración y desfiguración en la joven fotografía cubana y a su enfoque discursivo volcado sobre temas (las ruinas, el éxodo, lo popular, el kitsch, el desnudo; en función casi siempre de algo más, y difiriendo aún más de los clichés tan anunciados del fotorreportaje), no sobre técnicas, la segunda sensación recuerda el impacto de un grupo de estudiantes universitarios habaneros en plenos años ochenta, el día que supieron que los cuentos afrocubanos que acababan de leer en Tropiques, una excelente revista caribeña de los años cuarenta, traducidos al francés por Francis de Myomandre, eran de una señora cubana llamada Lydia Cabrera.

Investigación en la plástica

Morell es un fotógrafo "internacional", a quien Milú Villela, presidenta del MAM, ha incluido en un programa por el que transitaron exhibiciones de Robert Mapplethorpe, Vik Muniz o Artur Omar. Así es, en ambos sentidos, una visión revelada.

A propósito, en las librerías paulistas apareció un volumen que permite "depositarlo" con sumo cuidado sobre un territorio más allegado, donde escritores y fotógrafos cubanos comparten espacio: Cuba on the Verge. An Island in Transition (Bulfinch Press, 2003). En el mismo aparecen fotos de Manuel Piña o de Adalberto Roque "acomodando" a Morell en el panorama de la Isla, junto a otros creadores que también residen en Estados Unidos. Un todo mezclado de personas con un pasado común, y otras insertadas con un pasado que nos es familiar. Algunos siguen atentos a las "arrugas" de La Habana; otros, profesionales del fotorreportaje, se ocupan de lo instantáneo.

Morell, sin embargo, aborda su trabajo a través de la investigación en las artes plásticas como materia, y en otras artes, tantas como las técnicas fotográficas le posibilitan.

Relaciona así la literatura, el cine en su lenguaje primario, el teatro con sus decorados; todas, con la elocuencia que su magnífica experiencia tecnológica le permite manipular meticulosamente, con lo cual crea un sorprendente mundo de fantasías. Soportes: por un lado, el arte clásico y moderno, el libro como objeto (ítems museables); por otro, la ficción libresca y el dinero como materiales concretos y simbólicos para recrear una obra concebida tras la visión de un alquimista —no uno cualquiera, uno muy hábil y sabio que toca la melodía que todos queremos escuchar—.

Las 53 obras presentadas en esta exposición son emulsiones de plata en blanco y negro, firmadas, tituladas y fechadas en el reverso. Limitadas a un número inversamente proporcional a su tamaño (grandes dimensiones), existen 30 ediciones de 50.8 x 60.96 centímetros; 15 ejemplares de 76.2 x 101.6 cm; y cinco de las mayores, 121.98 x 152.4 cm, sin contar las Pruebas del Artista, que también aparecen indicadas.

El tamaño de las fotos guarda un estrecho pero justo diálogo con la proporción del objetivo en cuestión, acentuando con el aumento de escala un mensaje de amplia lectura minimalista dentro de un marco pop art, que al artista, lejos de disgustarle, parece estimularlo para elaborar sus escenarios de fascinaciones y valores estéticos casi perfectos al ojo del común espectador.

Ilusiones parabólicas

El Morell "artesano" transita junto al objeto, salido del lado opuesto al del fotógrafo, armando como un "arquitecto" el inmueble que poco después habitará con sus ilusiones parabólicas de lo que entiende que debe ser el arte. Agradable sensación la de vestir el retrato de los clásicos (Rembrandt, Goya, Da Vinci) con otros conceptos y atuendos, ante el juicio de una mayoría que se desplaza con la obra, sin evidentes, sombríos desaciertos.

Es a estos retratos, por muy singulares, que la valentía y belleza tocaron de manera especial; ni el artista en el momento de componerlos (quizás los ingenuos seamos nosotros) imaginó el posible significado real del sentimiento que trasmiten, con la magia de revisar inteligentemente la expresión dentro del género e invertir voluntariamente en una yuxtaposición de personas o "personajes" que dan la impresión de feliz reciclaje; esta es nuestra tercera sensación.

Cuando observamos los textos que acompañan al catálogo de la exposición, todos son gratos: la directora del Museo, el patrocinador, la curadora y los críticos. En particular, nosotros en Brasil agradecemos el habernos revelado su visión.


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