MÁS GIJÓN
Hay personas que por algún motivo te traen el recuerdo de un libro. El otro día conocí a un poeta que me recordó al menos tres. Me lo presentó un gran amigo, el abogado ovetense Francisco Arroyo Álvarez de Toledo. Fue durante una comida. Una comida varias veces pospuesta por razones que no vienen al caso, pero que al fin se celebró -el verbo aquí, con su sentido más propio- en un restaurante de Madrid entre mucho humo, muchas palabras y mucho vino tinto. El poeta era Raúl Rivero y los libros fueron «Fahrenheit 451», «Nuestro hombre en La Habana» y «Archipiélago Gulag».
El primer libro me asaltó en cuanto subí los escalones y lo vi sentado a la mesa. Yo llegaba tarde y se levantó para presentarse tendiéndome una mano franca. Me llamó la atención su rostro moreno, algo picado de años, tabaco y privaciones, su mirada viva tras unos anteojos anticuados y su tono de voz, cálido pero inteligente y honesto, en las antípodas del arquetipo dulzón de cubano hiperbolizado. Cuando me senté a su lado y recordé cómo pocos días antes unos energúmenos le habían impedido hablar en la Universidad -¡en la Universidad!- bajo pretextos tan peregrinos como ser agente del imperialismo yanqui, no pude sino recordar a los ciegos bomberos pirómanos de Huxley quemando aquello que no entendían. Impedir hablar a un escritor es como quemar libros. Un acto no sólo fascista sino sobre todo estúpido.
Hostigamiento, descrédito, muerte civil, proceso amañado, cárcel, poemas, campaña internacional, intervención de gobiernos e intelectuales, escándalo mundial, liberación, exilio... Era asombrosa la novela que se estaba escribiendo ante nosotros, pero Raúl no se daba importancia, ni se emocionaba demasiado, ni se ofuscaba al recordar su drama, como si no fuera con él, como si le avergonzase distinguirse cuando hay tantos otros que pasan cada día por lo mismo sin que nadie les haga maldito caso. Ni siquiera odiaba a quien le difamó, le acosó, le acusó, le torturó y le condenó a veinte años de prisión. Como dijo en un momento determinado, «no podía permitirme odiar. Odiarles hubiera supuesto meterlos en mi celda». Sin embargo, sí había mucho espacio para el humor en sus renglones de humo. Por ejemplo, contó divertido cómo se había institucionalizado una frase entre los homosexuales habaneros cuando son detenidos. El hijo de uno de los héroes de la revolución es gay. Activista y socarrón, ahora está exiliado en Miami; pero antes, para incordiar al régimen, se dejaba detener una y otra vez sabiendo que una y otra vez lo liberarían. Y en cada ocasión se dirigía a los policías con dardos verbales. Uno de los más célebres fue en el mismo coche celular, camino de la Comisaría: «A palacio, cochero», soltó muy serio. Así, cuando los gays son detenidos -lo que ocurre constantemente en el paraíso castrista- siempre lanzan la misma orden: «A palacio, cochero».
«Nuestro hombre en La Habana» vino con estas anécdotas que le hacían brotar una risa noble, algo cascada ya por el Marlboro -quizá sea ésa la prueba que tanto buscan los fanáticos de su sumisión a una potencia extranjera-. La hilarante historia de un inglés, dueño en Cuba de una ferretería, quien para ganar unas libras les vende a los servicios secretos británicos los planos de una aspiradora haciéndoles creer que es una instalación militar secreta, no podía resultarme más rocambolesca que las aventuras de fugas estrafalarias, empresas personales de rebeldía y locos exiliados en Miami que gastan toda su fortuna en chinchar a Fidel -incluyendo organizar y pagar la deserción de la propia hija del tirano- que el poeta nos estaba contando. En sus palabras, todo en Cuba parecía posible, como si la isla fuera el verdadero epicentro del realismo mágico. Aquella increíble narración, ahíta de disparates, me hizo recordar la partida de ajedrez que Graham Green hizo jugar a su peculiar espía inglés con un oficial de la Policía secreta cubana. Con la peculiaridad de que las piezas eran botellitas de güisqui y que cada vez que se comían una tenían que bebérsela. Pero Raúl convirtió en cenizas sin gracia esa escena cuando narró su propia entrevista con el coronel encargado de interrogarle. En un momento dado, el sicario le sacó el asunto de sus presuntos vínculos con la potencia extranjera de todos conocida. Raúl lo miró con ojos de sueño y le preguntó por qué insultaba su inteligencia. Él entendía que dijeran eso, que lo acusaran de espía al servicio de los Estados Unidos, que lo calumniaran tildándole de traidor... El lo entendía, al fin y al cabo, eso era parte del juego; pero que, por favor, no le fueran a él con esas vainas.
Y entonces apareció. Horrible, espantoso y, lo que es peor, posible; «Archipiélago Gulag», como un enorme agujero de silencio y dolor que todo pudiera ocuparlo. Sin un átomo de rencor, Raúl nos fue contando cómo le llamaban a casa por la noche para amenazar a su familia, cómo lo detenían sin motivo un día sí y otro también, cómo le acusaron de fantasmagóricos crímenes. Cómo lo encerraron, cómo lo interrogaban a cualquier hora de la noche. Contó la enorme impresión que le causó el tribunal que lo juzgó; aquellos jueces mal vestidos, de gafas restañadas con esparadrapo, somnolientos, sin un puto papel donde apuntar lo que allí se decía. Se supo condenado de antemano y supo también que aquellos tristes figurones firmarían lo que les dijeran. La imagen de una justicia tan indigna y fea lo deprimió. Luego vino una condena a veinte años por un delito gravísimo. En Cuba a un hombre le pueden meter preso 20 años por un tipo penal llamado: «Otros crímenes contra la Revolución». Revolución o muerte. Aquello era otra vez Soltzhenitsyn contándonos que, con el Código Penal soviético, robar pan o haber sido hecho prisionero por los alemanes podía castigarse como acto contra el pueblo con treinta años de trabajos forzados.
Después del proceso, un año en una celda de castigo. Y otro más encerrado con los presos comunes. Y mientras el régimen le negaba el carácter de preso político -en Cuba, ya sabe, no los hay-, estos mismos convictos sí se lo reconocían. Raúl caminaba solo por el patio, un viaje de ida y otro de vuelta, así durante una hora al día. Y el resto de presidiarios, aficionados al béisbol, para señalar los límites del imaginario campo de juego, gritaban que «fuera» era a partir de la «trucha -camino- del político». Afortunadamente, esa trucha le llevó fuera de la cárcel gracias a Blanca, su mujer, que movió Roma con Santiago para informar a la opinión pública internacional. Fue ella la heroína que le llevaba comida a un presidio equivocado pues no sabía donde estaba encerrado, la que consiguió que García Márquez y Zapatero convencieran a la momia.
Y luego España. Aquí le han acogido unos y otros. Para España no tiene más que agradecimiento. Otros no pudieron quedarse aquí porque llegaron demasiado pronto, cuando el régimen tenía adeptos convencidos. Así le pasó a su gran amigo Guillermo Cabrera Infante, quien tuvo que refugiarse en Londres ya que los intelectuales ibéricos le dieron la espalda en masa por atreverse a poner en cuestión la idílica revolución de los barbudos. Tiene suerte Raúl, después de todo; posiblemente podrá regresar a Cuba cuando el viejo se rompa de una vez.
Pero antes de que todo eso suceda, quiere que yo le haga un favor; quiere que le ayude a encontrar a los ascendientes asturianos de su mujer, Blanca Reyes Castañón. Por lo visto, su abuelo, Antonio Ataúlfo Castañón Acebal, era de los alrededores de Gijón. Les he prometido que si tenemos alguna noticia de sus familiares españoles les alojaré en mi propia casa. Así pues, si algún lector tiene noticias del bueno de Ataúlfo, pónganse en contacto con el periódico para que la trucha del poeta pase también por el muro de San Lorenzo como si fuera el mismísimo Malecón de La Habana.
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