Tal vez porque ha vivido desde hace 42 años en el norte de la Florida, en donde fundó y dirige el Jacksonville Ballet Theatre; quizás porque salió de Cuba desde 1956 para nunca volver, Dulce Anaya, la bailarina que se ha parado en puntas junto a figuras de renombre en las compañías de danza más prestigiosas del mundo es, hoy día, muy poco conocida entre los expertos del ballet cubano.
Nacida en Rancho Boyeros, inmediaciones de La Habana, en 1931, Dulce Wohner Ventayol es hija de un pianista austriaco establecido en Cuba y de una maestra de escuela descendiente de una vieja familia del Oriente cubano. Desde muy pequeña su padre alentó sus estudios de ballet y la inscribió en la Sociedad Pro Arte Musical, bajo la instrucción de Georges Milenoff, el maestro búlgaro de todos los que querían ser bailarines en la Cuba de la década del treinta.
Cuando Milenoff dejó la dirección de la Academia, Laura Rayneri de Alonso colocó a su hijo, el coreógrafo Alberto Alonso, en el lugar de éste. Dulce se convirtió en su alumna, pero quien en realidad le daba las clases era la bailarina Alicia Alonso. Fernando Alonso, fundador y mentor del ballet de Cuba, solía decirle, un poco en broma pero con no poco acierto: “Tú fuiste la única alumna que realmente tuvo Alicia”. Fue entonces, exactamente en 1944, cuando obtuvo el primer papel de relevancia en la escena. Se trataba de una de las cuatro amigas de Giselle, en el ballet homónimo, para el Auditórium de La Habana, en la primera puesta de este ballet en Cuba. Más tarde, en 1945, cuando Alberto Alonso montó Petrushka, le reservó el papel de la bailarina callejera, a la vez que asignaba el del Moro a Eduardo Parera, el de la muñeca a Alexandra Denisova y él asumía el protagónico...