jueves, 25 de mayo de 2006

Posted on Sun, May. 21, 2006
El Nuevo Herald

ADRIANA HERRERA T.

Innerland, la exposición fotográfica de Gory (Rogelio López Marín) en Chelsea Gallery es un territorio útil para la transformación de la mirada. En primer lugar, es el resultado de un salto en la visión, en la técnica y en la obra del artista, que por primera vez aceptó incursionar en el campo de la fotografía digital y descubrió otra vía de acceso a la pintura.

En segundo lugar, revela una imagen inédita de un lugar urbano --casi siempre enfilado contra cielos dramáticos-- que le reveló cómo el espacio exterior no es neutral, sino está marcado por el juego entre la percepción subjetiva y las expectativas sociales.

Innerland es así la puerta de acceso a un paraje personal, tanto como a esta ciudad, descubierta desde esos ángulos insólitos que sólo puede ver alguien como él. Gory transita cotidianamente las calles como quien avanza entre miríadas de impresiones que le salen al encuentro. Las imágenes le hablan de los mundos de sus habitantes, susurran fragmentos de historias que constituyen la vida invisible de Miami, el espíritu de una tierra de nadie que torna maleables las fronteras entre culturas. Fue ante la arquitectura abandonada del viejo hipódromo de Hialeah donde por azar tomó por primera vez imágenes digitales sin saber que a partir de ahí se iba a despojar de la película en negativo. El asombro de obtener imágenes con un detalle impresionante, la posibilidad de lograr inmensas ampliaciones sin grano y de manipular hasta grados que no permite el rollo, la sensibilidad del lente ante la luz, convencieron al ortodoxo Gory de entrar en el vasto campo de lo digital.

A partir de tomas extraídas de la realidad, al estilo del par de carros azules idénticos de Twins, que durante años vio en un vecindario simétricamente estacionados afuera de una casa con dos ventanas cuadradas, Gory despierta a la fascinación por lo que está ahí, como todas esas cosas dadas e inadvertidas que rodean al ser humano. Puede desatar un proceso narrativo en el espectador que mira sus fotos imantado por la gama de explicaciones posibles ante lo que ve. El sigue siendo en una parte de sí el niño al que el abuelo médico y fotógrafo profesional, le permitía entrar en el cuarto oscuro y que creció familiarizado con ''El ojo sincero'' de Robert Franks, y los minuciosos infinitos que Weston atrapaba en una cebolla y Ansel Adams en el lomo de las cordilleras. Sin que entonces supiera sus nombres, tanto ellos como la televisión en blanco y negro le imprimieron en las pupilas ese carácter enrarecido del mundo cuando se lo ha visto --y acariciado con los ojos-- en incontables tonos de grises.

Si en Cuba la ciudad era para él ''un dinosaurio agonizante que se caía a pedazos'' y le cerraba el paso, y la fotografía surgía siempre en el espacio del viaje que era parte de su desplazamiento ritual de La Habana; en Estados Unidos también la ciudad fue al principio algo inasible, disperso, una serie de imágenes sueltas que no terminaban de constituir un todo. Esta es la primera serie articulada sobre Miami que al fin se le ha revelado con su peculiar dimensión estética. Ahora puede hablar de esta ciudad donde aparentemente ''todo está pintado, donde todo está bonito'', con el ojo que advierte otros espacios y recrearla desde una categoría poética propia.

El sabe ver el esqueleto metálico de un antiguo anuncio publicitario que quedó instalado para siempre en alguna calle y descubre escenas con el misterio que provocaban las fotos de Duane Mitchel, como esa puerta inclinada entre un montón de chatarra que él pintó de amarillo y fotografió en contrapicada contra un horizonte de nubes en Gates of Heaven.

La perfección formal y técnica de su trabajo fotográfico contrasta con la libertad de la mirada abierta al juego, no domesticada por el hábito. Estrictas tomas de carpas de fumigación desplegadas en distintos lugares de Miami crean una atmósfera insólita, imágenes que desbordan los confines de lo figurativo y fusionan el paisaje con la irrupción de formas geométricas abstractas. La aparición de Christo --esa foto homenaje a los ya legendarios edificios intervenidos por el artista neoyorquino-- es un ejemplo perfecto del modo en que Gory, que suele salir ''a cazar imágenes todos los días'', regresa en las noches con una suerte de fuselaje visual. Sus fotos funcionan como una máquina de percepción que combina el realismo puro (en pintura una de sus mayores influencias es Andrew Wythe), con la geometría cotidiana que los ojos --desacostumbrados a abstraer líneas y formas-- no notan, pero que él torna evidente usando colores saturados en ciertas zonas. Pero también, quien ve sus fotografías se sumerge en una atmósfera que colinda con el territorio de los sueños al modo de Magritte, tal como se advierte en la luz innatural que rodea la casa de Night and Day. Gracias al juego insospechado de manipulaciones de formas y colores que permite la tecnología digital, pintura y fotografía son ahora para Gory un solo campo de gozo visual. A la vez, ninguna puede entenderse del todo si se prescinde de su pasión por la música. No sólo aprendió a ver el mundo tempranamente en blanco y negro, sino de un modo indómito y perseguido en la Cuba de su adolescencia, a través de Los Beatles y del Rock & Roll americano. Varias fotografías como la formidable Baby's in Black, tomada por azar en una venta ambulante con maniquíes de exhibición, llevan el título de canciones y son su modo de hacer música sin sonido: una poderosa expresión de ritmo, de sincronías, de recursos de repetición, en las que el humor y la libertad son partituras infaltables y el mundo es un inmenso ready made que hay que reconstruir con la mirada.

Innerland, de Gory. Chelsea Galleria, 2441 NW 2 Ave., Tel: (305) 576-2950, hasta el 31 de mayo.


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