Por Andrés Pascual
10 de noviembre del 2013
Luis Manuel Rodríguez está en el Salón de la Fama del Boxeo Internacional porque le sobraron condiciones como pugilista excelso. Para los cubanos de antes del castrismo, Luis Manuel fue considerado “un profesor” del difícil “arte de dar y que no te den”, circunstancias ya casi olvidadas en el boxeo de hoy.
El nativo de Camagüey, Cuba, fue un boxeador prodigioso que tuvo la disposición natural e intuitiva de los inmortales de Fistiana para situarse en ángulos invulnerables y colocar al oponente en territorio de franca inferioridad e indefinición: fue un estratega eminente a quien su instinto le convirtió en un verdadero “cirujano del ring”, calificativo manoseado en exceso en estos tiempos.
Luis Manuel Rodríguez no fue un boxeador en el sentido cavernícola de la palabra; no fue un pugilista como, digamos, Florentino Fernández, que arriesgaba 6 ó 7 rounds al regalarle al contrario manuales de aburrido tecnicismo en las tarjetas judiciales a la espera de la brecha defensiva por donde descargar su poderoso hook de mano izquierda, demoledor y salvaje, casi irremediable de intención homicida.