Diario Las Americas
Publicado el 01-27-2007
Por Luis P. López
La experiencia de un refugiado cubano en el primer Super Bowl en Miami, en 1968, contiene situaciones a veces risibles, a veces nostálgicas. Es un relato enteramente veraz.
Hace cuarenta años miles de exiliados cubanos continuaban arribando a Miami y sumábanse a los otros miles de compatriotas que protagonizaban el histórico éxodo político tras el triunfo fidelista de 1959. Cientos de recién llegados, gracias a generosas organizaciones humanitaras, eran “relocalizados” a diversos, distantes y fríos destinos.
Como que la mentalidad en aquella difícil etapa era de sobrevivir a toda costa, en que no había cabida para distracciones deportivas, ninguno o casi ninguno de esos inmigrantes tenía la menor idea o el menor interés en la relativa expectación que despertaba la segunda edición de un juego anual de campeonato profesional de football de Estados Unidos llamado “Super Bowl”. (Super Bowl I se había celebrado el año anterior, en Los Angeles).
El caso es que aquel Super Bowl II del 14 de enero de 1968 en el hoy vetusto y venerable Orange Bowl de Miami, enclavado en área que ya empezaba a ser llamada “Little Havana”, los Gren Bay Packers (Wisconsin) vencieron a los Oakland Raiders (California), 33-14. Para ese primer Super Bowl en Miami, el cubano refugiado tuvo la feliz idea de llevar a su hijo de nueve años, ya cautivado por ese deporte netamente norteamericano, al juego.
Es oportuno hacer resaltar que aquellos primeros Super Bowls no eran ni la sombra de lo que han llegado a ser en la actualidad esos eventos en costos, fanfarria, festividades y expectación. Qué diferencia aquel Super Bowl del próximo domingo en el Dolphins Stadium entre Indianápolis Colts y Chicago Bears. La diferencia es literalmente del día a la noche. Entonces se celebraban de dia. Hoy comienzan de noche.
Por sólo citar un punto de comparación: el mismo boleto de entrada al estadio por el que hoy día se desembolsan tranquilamente miles de dólares, se pagaban en 1968 precios irrisorios que rondaban los $12. Aun en aquellos tiempos, todos los boletos para el primer Super Bowl (II) en Miami se habían agotado, cosa que el padre y el hijo comprensiblemente desconocían.
Imaginemos, pues, hace cuarente años, al padre, exiliado en 1961, chapurreando su inglés de Jorrín (“Tom is a boy. Mary is a girl”), acompañado por su pequeño hijo ya asiduo asistente a los juegos de los Miami Dolphis (que habían debutado en la NFL en 1966), dirigiéndose a una de las ventanillas de boletos del Orange Bowl y de lo más campante solicitando en su nuevo idioma: “Two tickets, please”.
La sarcástica sonrisa del empleado y su repentino cierre de la ventanilla fue suficiente para que en un embarazoso instante el padre comprendiera que había estado completamente fuera de lugar. Sin reponerse del todo, el padre logró convencer al niño a ir al cine, que no era adonde el niño quería ir, y allí vieron The Jungle Book, que no era la película que el niño quería ver.
Como que el tiempo suele borrar lo pasado, al año siguiente, en que el Super Bowl III tuvo también lugar en Miami, el padre se las agenció para adquirir a tiempo los dos boletos necesarios y, ¡aleluya!, ambos llegaron esa vez a ser testigos de acaso el más famoso de todos los anteriores y posteriores Super Bowls. (Ese juego Jets de nueva York-Baltimore Colts ha quedado definido por la predicción y “garantía” del quarterback de los Jets Joe Namath-- la que resultó confirmada, 16-7-- de que vencerían a los super favoritos Colts, dirigidos entonces por un coach nombrado Don Shula. “Por años odié la película (The Jungle Book)”, recuerda el hijo, “pero si no hubiera sido por esa desilusión tal vez no hubiera visto el histórico juego (Super Bowl III)” al año siguiente”.
Cuatro décadas después de aquella “desilusión”, padre e hijo dicen recordarla en cada Super Bowl en Miami, como el de este año. Es un recuerdo recurrente que comparten, con el que ríen.
El hijo es ya es todo un profesional y padre de familia. La menor de sus dos hijas, incidentalmente, en una interesante coicidencia, al escuchar recientemente en su casa hablar de aquel Super Bowl, interrumpió con apropiada espontaneidad infantil, asegurando que ella tenía el VCR de The Jungle Book. “Es mi película favorita”, dijo y repitió la niña, de once años. Y el abuelo jura que la vio y oyó decirlo, y que le consta que tiene la película.
El padre cubano, que recién graduado de periodismo había llegado de Cuba en 1961, había, entre otros menesteres, cargado maletas en un hotel cercano al aeropuerto en el turno de la madrugada, y empezó a interesarse en los Dolphins desde aquellos primeros años de Don Shula y sus Super Bowls...
Con el andar del tiempo y por por uno de esos azares de la vida, ese padre y hoy abuelo terminó reportando por veinte años sobre los Dolphins para un diario de Miami. No sólo eso: viajó a una docena de Super Bowls, tuvo la audacia de escribir un libro sobre el equipo, y, al retirarse en 1996, los Miami Dolphins le obsequiaron con un bello reloj pulsera con el símbolo del equipo inscrito.
El relato anterior pudiera tener para el lector entonaciones algo cinematográficas, exageradas, inverosímiles. El relato es, sin embargo, una ocurrencia total y absolutamente verdadera.
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