2006-9-27
Por Miguel Fernández Martínez.
Conversar con Agustín Tamargo es un verdadero lujo. Sentado en su amplia butaca, con su inseparable pipa humeante y un enorme cuadro de José Martí a su diestra, recorrió en la memoria su vasta y prolífica vida como periodista y como cubano.
Su despacho en WAQI Radio Mambí, es una suerte de galería cargada de historia. Aún sin colgar, conserva encima de su atestado buró, un cuadro de Joe Westbrook, estudiante asesinado en la Habana en 1957. En las paredes cuelgan fotos de amigos, un poema de Jorge Luis Borges, una foto de David Ben Gurión e innumerables memorias gráficas de su paso por el apasionante mundo de la prensa.
Quien no lo conozca y solo escuche sus apasionadas disertaciones radiales, no puede imaginar que este hombre que acaba de cumplir 82 años, derrame bondad en su mirada. Amable, humilde y con una modestia que raya en el exceso, supone que su larga vida ha sido solo un acontecimiento común y rutinario, negándose a aceptar que es parte vital e ineludible de la historia de Cuba en la última centuria.
Una vida que comenzó en su natal Puerto Padre, donde dio sus primeros pasos en lo que después sería su vocación eterna. Con solo 16 años, fundó la revista mensual Alborada y colaboró con el semanario local La Idea en sus primeros intentos. Una época en que amaba la poesía de Nicolás Guillén y Navarro Luna, soñaba con escribir versos y vivía esperanzado en la libertad.
Más tarde, ya en la capital cubana en 1944, comienza a trabajar como columnista del periódico Avance. Fueron los tiempos en que el rebelde periodista se convirtió en jefe de redacción del diario Tiempo hasta conseguir una posición como columnista de la revista Bohemia, dirigida por quien llegaría a ser su amigo Miguel Ángel Quevedo. Incluso, después que cerraron los talleres en La Habana, Tamargo siguió con Quevedo en la publicación de Bohemia en el exilio, de la que se convirtió en subdirector, tanto en New York como en Venezuela y conservó su amistad, como muestra de lealtad, hasta sus últimos minutos de vida.
En 1958, fue director del Canal Dos que transmitía la señal de televisión en colores. Por su combatividad periodística durante el gobierno de Batista, Tamargo tuvo que exiliarse en la Argentina, regresando a Cuba en 1959, hasta que volvió a tomar el difícil camino del exilio en 1960 al darse cuenta que los cambios en Cuba no correspondían con sus expectativas.
Una nueva época donde para mantener a su familia tuvo que, desde fregar platos en un restaurant de New York hasta dirigir el diario La Prensa, uno de los periódicos hispanos más emblemáticos de los Estados Unidos. En Venezuela su pluma sagaz dejó sus huellas en las revistas Kena y Resumen.
En Miami, donde hoy dirige su popular “Mesa Revuelta” de lunes a viernes a las dos de la tarde por WAQI Radio Mambí, o a través de sus habituales columnas en el Nuevo Herald, Tamargo sigue insistiendo en su terca idea de concientizar a las nuevas generaciones a favor de una Cuba, libre, democrática e independiente. Su sueño de terminar sus días dando clases en una escuelita rural de su Oriente lejano, los va cimentando a diario como buen maestro de cubanos, permitiéndonos descubrir a través de su palabra tenaz y apasionada, que el amor a la Patria no tiene precio ni admite lisonjas.
Además de agudo periodista, reconocido por varias generaciones como un hombre que defiende dignamente sus criterios por encima de cualquier compromiso, Agustín Tamargo es un hombre de vasta cultura, empecinado lector y conocedor eficaz de nuestra historia, de la que ha sido testigo y protagonista por más de sesenta años.
Una vida dedicada a una Cuba que no puede desprenderse de las entrañas, ni siquiera después de haber pasado más de la mitad de su existencia fuera de ella. Una vida entregada en cuerpo y alma al sueño de una Patria libre y que trascenderá los límites de la historia, con su habitual frase que nos enorgullece al oírla de «Cuba primero, Cuba después y Cuba siempre.»
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