Su curiosidad no tenía límites y su pasión por la vida no lo abandonaba nunca; era un hombre feliz en su peripecia diaria, disfrutaba tanto de una buena comida (fue un notable gourmet) como de la atípica visión de un viejo pino navideño cargando durante años con toda su eterna parafernalia navideña.
viernes, 20 de octubre de 2006
Israel León
Conocí a Manolo Rivero en La Habana; para ser más exacto, en el departamento 657 de la calle Habana, entre Muralla y Sol, en el corazón de la "Vieja Habana", donde yo vivía con mi familia en aquel entonces y donde pintaba silenciosamente en medio del ruido al que me había hecho inmune.
Principiaban los años noventa y Manolo cayó allí como en paracaídas en una tarde idéntica a otras tardes habaneras, entre el sonido de los programas televisivos, la música radial, los pitazos de los viejos carros y el vocerío implacable que ambienta con tanta precisión a "la ciudad de las columnas" tal como denominara a La Habana el escritor Alejo Carpentier.
Un amigo, hoy radicado en Miami, había notado su adicción al arte y decidió llevarlo hasta mi casa para que yo le mostrara mis obras y mi colección de gráfica. Manolo miró con suma atención las pinturas que le mostré y las serigrafías, admiró mis muebles coloniales y cada rincón del bonito departamento (un pastiche Decó-tropical) mientras se tomaba el riguroso buchito de café mezclado con chícharo.
Lo evoco radiante de felicidad en aquella tarde y aunque no dejó ninguno de los preciados dólares que esperábamos ansiosamente, en cambio dio algo mejor, algo que sin saberlo nos cambiaría la vida a ambos: una pequeña cuartilla en blanco firmada por él con el membrete impreso en la parte superior de su galería en Mérida, Yucatán, lugar adonde nos invitaba a exponer nuestras obras.
Sobra decir que aquella hoja en blanco fue debidamente llenada y que después de múltiples gestiones y de otras muchas tribulaciones y requisitos y más requisitos, mi amigo y yo volamos rumbo a Mérida, México, llenos de expectativas. En poco más de una hora arribábamos a su Hotel Trinidad Galería de la calle 60. Unas semanas después nuestra exposición era ya un hecho.
¿Por qué se nos hizo tan "fácil" salir de Cuba? Corrían los años noventa y la cazuela estaba en ebullición. Se había destapado una ola contestataria en el arte cubano que todavía no cesa. Los artistas empezaban a viajar sin tantos controles del gobierno e incluso se les permitía establecerse en el exterior, cosa ésta impensable apenas unos años antes. El gobierno había quitado la válvula a la olla y por esa columna de vapor hirviente "escaparon" muchos buenos artistas cubanos a los cuales Manolo Rivero dio sustento y cobijó en su peculiar hotel de la calle 60. Baste mencionar los nombres de José Bedia, Gustavo Pérez Monzón, Leandro Soto, Carlos Cárdenas, Glexis Novoa, Consuelo Castañeda, Quisqueya Henríquez, Oswaldo Sánchez, Zaida del Río, Alonso Mateo, Ibrahim Miranda, Pedro Rivera, José Luis Rodríguez de Armas, Mina Bárcenas, entre tantos y tantos otros.
La procesión de artistas, algunos de ellos en plena madurez, fue infinita y el Hotel Trinidad de la calle 60 se llenó de cubanos que ni tontos ni perezosos desfilamos hacia la capital buscando conectar con la Galería de Nina Menocal que recién se inauguraba en la Zona Rosa, o bien para continuar derrotero hacia la ciudad de Miami, tierra prometida.
Pero el compromiso de Manolo Rivero no fue nunca con nacionalidad alguna, sino con el ARTE, así con mayúsculas.
Su pasión de peculiarísimo coleccionista fue lo que le llevó a juntar en su no demasiada larga vida, cientos de antigüedades, muebles primorosos, objetos, artefactos, esculturas y pinturas; y aunque en su colección abundan piezas de un valor inestimable, la peculiaridad de Manolo, su sello, por decirlo así, está en ese gusto ecléctico y reciclador que pone su acento en la mezcla caprichosa donde todo (hasta el divino polvo, el moho, la telaraña y las insaciables termitas) encuentran acomodo: un estupendo grabado de Tápies junto a una fina porcelana de SŠvres; un Batman inflable, comprado a un vendedor ambulante a la vuelta de la esquina, junto a un expolio de tintes sombríos pintado por Gustavo Monroy.
Manolo Rivero, hay que decirlo, fue él mismo un creador, un hacedor de espacios, más que un coleccionista a secas; alguien que gustaba regodearse de un escenario espectacular, mutable, donde desempeñaba el papel de artífice absoluto, un escenario en el que se metamorfoseaba y articulaba perfectamente (Susan Sontag lo hubiera declarado "Camp"). Su curiosidad no tenía límites y su pasión por la vida no lo abandonaba nunca; era un hombre feliz en su peripecia diaria, disfrutaba tanto de una buena comida (fue un notable gourmet) como de la atípica visión de un viejo pino navideño cargando durante años con toda su eterna parafernalia navideña. Muchas veces lo vimos maravillarse ante un árbol, una planta, ante unas flores (naturales, de papel o plástico), con un objeto apolillado o una pintura recién adquirida, o simplemente con las hojas secas que gustaba de esparcir caprichosamente en su jardín para disfrutar -decía- de su propio otoño.
Lo "nuevo" parecía horrorizarle y su peculiaridad parece estar en el justo medio de una refinada contradicción: una resistencia agónica frente a la transmutación de la materia en el tiempo o por el contrario; una complacencia, un deleite (o tal vez una resignación), frente al triunfo implacable de Cronos. Fue un hombre tocado por la pasión de poseer la belleza y también por el gusto de su profanación.
El valor de su enorme y ecléctica colección si lo medimos a través de la fría mirada académica, estaría configurada a base de saltos, de hiperbólicas elecciones, pero Manolo Rivero no se detenía ante estas nimiedades; su sensibilidad inmensa rebosaba todo, a todo le daba sentido, aglutinaba todo.
Su gusto por la pintura era de un disfrute tal que no hay cuadro, escultura u objeto de su colección que no llame poderosamente la atención y sólo es a través del acercamiento a su personalidad única que podemos entender el tremendo saber que fue acumulando con los años, la sensibilidad y la magia de su toque fecundo, enjundioso y personalísimo.
Como viajero curioso e insaciable que fue, no resulta extraño el que su vida se halla extinguido en un "no lugar". Pese a haber sido un meridano ilustre, heredero como el que más de las tradiciones y costumbres de su tierra yucateca, Manolo fue siempre un hombre universal, con una mente abierta como para recibir en su propia casa al mundo y como para sentirse allí pleno de él.
Una vez que regresé del Distrito Federal en el 94 para establecerme en Mérida, Manolo y yo comenzamos a distanciarnos; seguramente no veía con buenos ojos mi vínculo con la serigrafía ni con nada ni nadie que no tuviera un sello de legitimidad en arte (algo que muchas veces él mismo no practicaba).
Le horrorizaba el provincianismo y se lo incrustaba sin piedad a cualquiera. Pasamos años en este tonto distanciamiento, hasta que un buen día me llené de valor y fui a su hotel a invitarlo a que viera mis pinturas al taller que en aquel entonces tenía yo en la calle 56. Aceptó. Le mostré lo que había hecho y él miró todo con detenimiento y lo volvió a ver, insaciable. Estaba ávido de ver y ése simple hecho me conmovió y reconfortó mucho, me dio valor para seguir y para admirarlo por encima de las veleidades de su carácter.
Noté cuánto había extrañado su entusiasmo por la pintura en una ciudad donde su ojo entrenado era un auténtico privilegio.--"¡Reencontraste la pasión!"-- fue todo lo que me dijo. Volvimos a ser amigos.
Unas semanas antes de morir le llamé a su quinta en Itzimná para invitarlo a mi nueva exposición, Me contó de su viaje a China y de los nuevos bríos que estaba dando a su colección. Me dijo, con ese humor suyo tan peculiar: "Estoy recluido en mis habitaciones, no puedo arriesgarme a salir"; y cuando le pregunté el porqué de esa reclusión, dijo con voz queda como para no escandalizar a nadie: "Es que hay un hombre horrendo filmando una película en casa y estoy aterrorizado"...
Descanse en paz Don Manolo Rivero Cervera.
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